miércoles, 13 de septiembre de 2017

CADA HORA SONABA EL RELOJ.




El reloj del vecino sonó con fuerza una vez más. Eran las cuatro de la madrugada. En noches como aquella, Silvia lo escuchaba con nitidez. Marcaba las horas con fuerza, queriendo dejar clara su presencia, la misma que ella obviaba a menudo.

Solo se acordaba de ese reloj en noches insomnes como aquella. Y esas mismas noches, en su mente aparecía hecho añicos varias veces. 

Cada vez que sus ojos se cerraban sus oídos se abrían a ese ruido que la mantenía lejos de Morfeo.

Estaba haciendo mucho calor ese mes de agosto, tanto de día como de noche. Desde el amanecer, las persianas permanecían cerradas y al caer el sol abría las ventanas, pero no servía de nada. El calor seguía ahí, se metía dentro de la casa e impregnaba las paredes de agobio. 

No corría el aire, no había aire.

Comenzó a dar vueltas en la cama.

Cerraba los ojos, los abría, los volvía a cerrar de nuevo.
Imaginaba que estaba lejos de allí, en una playa al amanecer, caminando por la orilla, sintiendo la frescura de la arena bajo sus pies, dejándose acariciar por las olas que rompían instantes antes de llegar hasta ella.

Sin embargo, el sudor la devolvía a la realidad. No le gustaba esa sensación: mojada y pegajosa.

Se levantó y se dirigió a la ventana, la abrió y se asomó. Apenas se oía nada. Un ruido de aspersores a lo lejos. Pensó en salir a la calle y buscarlos. Tumbarse en la hierba y dejar que el agua la empapara, bailar bajo los chorros, cantar como Gene Kelly bajo la lluvia.

Sí, lo pensó, pero se quedó quieta junto a la ventana, contemplando como la luna la observaba desde lo alto.

De repente, oyó voces. Alguien se aproximaba. Eran dos chicos. Se agachó para que no la vieran, para poder escuchar lo que decían. Ellos se pararon en el portal. En ese instante su mente se marchó al pasado, a aquel verano que pasó en casa de su abuela, en un pueblecito del interior.  Volvió a ser niña y agazapada bajo la ventana de la buhardilla escuchaba las conversaciones de las abuelas a la puerta de casa, tomando el fresco y criticando a todo el que pasaba.

Al que no pasaba, también.

Recordó el aroma de aquella habitación, el canto de los grillos, el ulular de un búho que acompañaba sus sueños cada noche.
Recordó también la noche que encontró la ventana cerrada y no pudo abrir. 

Aquella noche terminó el verano.

El sonido del reloj la trajo de vuelta al presente. Sonó seis veces. Había pasado casi dos horas en el suelo del salón.

Quizá se había dormido, tal vez no. Las voces de los chicos seguían en su cabeza. Aquellas últimas palabras:

“Es la última vez que me habla así”.

Se preguntó a qué o a quién podía referirse aquel joven, mientras intentaba reconstruir la conversación.

Oyó cerrarse la puerta del portal, el ruido de la llave en una cerradura. 

Le siguió un portazo.

Entonces, se levantó del suelo y se acostó en la cama. El sonido acompasado de la respiración de su marido la arrulló.

Cerró los ojos y se olvidó de todo.

Ya pensaría en ello unas horas más tarde.

Con toda seguridad, no lo haría.


Tampoco vería el titular del periódico unos días después.

lunes, 11 de septiembre de 2017

OTRO DÍA QUE SE VA.




Otro día que se va,
otra noche que envuelve la vida.

Camino por el filo de unos sueños
que se antojan inalcanzables,
deambulo por la orilla de una realidad
donde me ahogo en excusas.
Me acompaña un desasosiego
que me abruma,
me alejo con pasos errantes,
con lamentos de culpa,
y acabo en el mismo sitio.
Quizá es momento
de adentrarse en la oscuridad,
de ver la claridad de unas intenciones
que se encuentran en mi mano.
Tal vez hay que dejar
de decir quizás
y comenzar a intentarlo.

Otro día que se va,
otra noche que asoma la luna.

Arantxa Murugarren (10/09/2017)