miércoles, 1 de noviembre de 2017

SI LOS CIPRESES HABLARAN

Como cada 1 de Noviembre, iré al cementerio. Al igual que yo, miles de personas más  lo harán también. Llevaremos flores y nos pararemos un ratito delante del hogar donde residen nuestros seres queridos, mejor dicho, donde está una parte de ellos, porque a mí me gusta pensar que habitan una parcela en el cielo desde donde nos saludan cada día.


Me gusta la calma que rodea a los cementerios, la majestuosidad de los cipreses que lo custodian.

Si los cipreses hablaran, el silencio tendría un significado distinto.

Si pudiesen hablar contarían la historia de esa familia que se reúne cada 1 de noviembre y juntos van andando hacia el cementerio convirtiendo esa fecha en algo tradicional para pasar el día juntos.

Si los cipreses hablaran, dirían que la vida ha cambiado, que ya no llueve como antes, ni va la misma gente que antes, dirían incluso, que el olor de las flores ya no es el mismo. Y dirían que ya no ven el color de los ojos de la gente porque ya no los miran.

Recuerdo un verano en el pueblo que fui a pasear por el monte. Sin saber cómo me desvié de la ruta y me perdí. Recuerdo que hacía frío. A lo lejos vi esos árboles tan altos y supe dónde estaba. Me acerqué allí, con miedo, con respeto, pensando en todas esas historias que nos cuentan los libros, las películas.
Allí no había nada, solo silencio. El viento movía los árboles. El sol se rebelaba contra las nubes. La sombra de los cipreses apenas se vislumbraba. Y yo seguía allí, de pie, sin moverme. Se hacía de noche, había que volver.

Años después leí “La sombra del ciprés es alargada”, de Miguel Delibes. Todavía me acompaña esa sensación de tristeza que me dejó su lectura. 

Algún día tengo que releerlo me digo muchas veces. Al final nunca lo hago. Es curioso pero el recuerdo de aquella tarde me vino a la memoria cuando lo leí y vuelve a hacerlo ahora mientras escribo.

Si los cipreses hablaran, relatarían la historia de esa niña que siempre iba al cementerio acompañada de sus padres y sentía pena del pobre que estaba enterrado junto a la tumba de sus abuelos porque nunca iba nadie a verle, nunca había flores allí. Ella siempre cogía unas flores para dejárselas y que no estuviera tan solo. Le pedía a su madre que hiciera un ramo para él. No sabía quién era, tan solo conocía el nombre grabado en la lápida. Todavía hoy se sigue parando allí. Sus hijos también lo hacen.

Cuando éramos pequeñas, mi hermana y yo íbamos con cuidado para no pisar a quienes habitaban allí. No queríamos hacerles daño.

Si los cipreses pudieran hablar, contarían la historia de esa anciana que acude todos los días a ver a su único hijo muerto hace muchos años, sin darse cuenta de que un día ya no irá nadie.

Contarían miles de historias que no aparecen en ningún libro ni en una serie de televisión. Y dirían todo lo que no se escucha allí. Seguramente se quejarían del frío del invierno y del calor sofocante del verano. Dirían que nieva menos y que apenas va gente nueva a vivir allí. Describirían la soledad del sepulturero después de una muerte, mientras termina de cubrir de tierra el ataúd. Antes de irse a casa con su familia. Antes de callarse como ha ido su jornada de trabajo.

La vez que me perdí no estaba asustada. Estaba cerrado y no podía entrar. Sin embargo, no pude evitar echar una mirada al interior. Allí parada delante de la verja, me dí cuenta de que nunca había visto un ciprés tan de cerca. Me imaginé volviendo en el futuro, compartiendo un monólogo que solo me atañía a mí, que nadie escucharía. Pensé en todas las veces que acudiría ahí para sentirme acompañada.

Nunca volví a ir sola.

Si los cipreses hablaran, yo no estaría escribiendo esta historia.

Si ellos hablaran, mi pluma permanecería en silencio.