martes, 31 de julio de 2018

LA MELODÍA MÁS BELLA



Anoche, antes de irme a la cama, asomé la cabeza por la puerta entreabierta de tu habitación. Era tarde y ya estabas dormida. Me quedé allí, contemplándote, como si fuera la primera vez. Me pregunté qué estarías soñando y deseé por una milésima de segundo estar yo también dormida y compartir parte de tus sueños, asegurarme de que todo lo que soñaras fuera alegre, espantar los fantasmas de la madrugada y convertirlos en ángeles de la guarda como los de aquella oración que repetíamos hace mucho cada noche antes de ir a dormir.


Recuerdo que cuando eras pequeñita me gustaba sentarme al lado de tu cuna y verte dormir, con esa expresión serena que tienen a menudo los niños recién nacidos. 


Me quedaba embobada mirándote. Tú dormías plácidamente boca arriba y con las manitas extendidas a ambos lados de la cabeza y la carita relajada, en ocasiones con una sonrisa. 


Algunas veces, cuando no te escuchaba respirar te agarraba la mano para asegurarme de que estabas bien. Lo hacía con miedo de que no te fueras a despertar, con una incertidumbre que se convertía en alivio cuando te movías.
  
¡Veinte años, ya han pasado veinte años!

Veinte años desde aquella madrugada en la que también pasé por esa misma habitación, sin nadie entonces. Encendí la luz y acaricié con la mirada cada rincón imaginando cómo sería cuando llegaras tú. Me toqué la tripa en un intento por parar todas las patadas que me estabas dando esa noche. Poco después supe que no eran patadas. No era consciente en aquel momento de que esa sería la última vez que la veía vacía.

Dice el tango que «veinte años no es nada».

No es nada y lo es todo.
Para ti, toda una vida.
Para mí, una gran parte de ella.

Cada noche, antes de irte a la cama tu padre y yo te contábamos un cuento, uno sacado de un libro de 365 cuentos que compramos en una feria del libro. Uno para cada noche. Conforme fuiste creciendo los hábitos de lectura cambiaron. Después compartíamos lectura. Me metía un ratito en la cama contigo y tu leías un párrafo de un libro y yo otro hasta que se te cerraban los ojos.

Poco a poco se fue reduciendo el tiempo de lectura conjunta y más adelante esos momentos que habían creado  un vínculo especial dejaron de existir.

Hay veces en las que los echo de menos.

Sin embargo, la complicidad no se marchó nunca y la seguimos manteniendo cuando nos miramos, cuando algo nos hace gracia y no paramos de reír. Me gusta reír contigo, aunque a veces lo hagamos en el momento menos oportuno, aunque tu padre tenga que separarnos para que no nos comportemos como niñas.

A mí me gusta sentirme de nuevo niña y verte a ti todavía como tal.

Hace que el tiempo pese menos y las ausencias sean más ligeras. Por desgracia no siempre puede ser así y hay que convivir con ellas, deseando que aquellos que se fueron antes de tiempo estén pendientes de nosotros desde algún lugar en el cielo.

Muchas veces, asomada a la ventana del salón me invade un deje de nostalgia cuando veo el parque sin vida. Apenas hay niños ya jugando en los columpios. Me acuerdo de aquellas tardes sentada yo en un banco y tú jugando con el cubo y la pala en la arena. Entonces había arena en el parque. Después lo quitaron y el parque dejó de tener encanto. Seguimos yendo, pero ya no era lo mismo. Los niños se convirtieron en adolescentes y dejaron de bajar por el tobogán para sentarse en él a chatear con el móvil.

¡Veinte años!

Cuántas cosas han pasado y las que quedan por pasar. Unas buenas, otras menos.
Como hasta ahora.
Como siempre.

Habrá más eclipses de luna como el de hace unas noches.
A lo mejor no volvemos a ver ninguno.

Habrá miles de tormentas, pero ninguna será como la que cayó aquel 31 de julio, justo cuando nacías.

Seguirá saliendo el sol cada mañana y cada día me dirás que no sirve de nada que tenga un teléfono móvil si siempre lo llevo apagado. Me dirás que el día que te pase algo no me enteraré. Yo estoy segura de que lo haré antes de que me llames por teléfono. Mientras, continuarás llamándome, aunque no tengas nada importante que decirme y a mi me encantará que lo hagas.

Dice tu padre que le da pena cuando te mira y te ve tan mayor, cuando recuerda tus primeros pasos y tus primeras palabras. Yo sigo viendo a aquella niñita a través de tus ojos.

Siempre serás nuestra chiquitina.

Aquel 31 de julio era viernes.

No recuerdo que música sonaba el verano de 1998.

En el momento en que oí tu primer llanto supe que nunca escucharía una melodía más bella.

Anoche mientras te miraba pensé que nunca escribiré unos versos más brillantes porque tú eres el mejor poema que haya escrito jamás.

2 comentarios:

  1. Arancha, te doy la enhorabuena por este relato tan en tu línea, hermoso, entrañable. Has escrito sobre la relación de una madre y su hija, no creo que haya otra relación entre las personas más importante. Y lo has hecho con naturaidad y cuidando las palabras. El resultado es un relato en el que cualquiera querría ser protagonista. Felicidades a ti, Arancha y a tu hija de veinte años que nos recuerda la velocidad con la que pasa la vida.

    ResponderEliminar
  2. Querida Arantxa. ¡Qué bien comprendo tus sentimientos! Tan bonita y entrañablemente expresados. Un recuerdo que guardará tu hija con amor, estoy segura, para que cuando lo lean, a través del tiempo, sus hijos y los hijos de sus hijos, recuerden con ternura aquella abuela que se llamaba Arantxa. "Yo no la conocí" - dirán - "pero debía de ser una mujer estupenda y ¡cuánto debía de querer a su hija!" - Y seguirán soñando y hablando de ti y, en su memoria, intentarán ponerte un rostro y unos gestos y una voz... y buscarán la palabra que corresponda al parentesco contigo para decir con orgullo: "¡Qué bonito escribía! ¡Cuánto amor había en sus palabras!" - Y seguirán soñando contigo porque siempre serás inolvidable. Orgullosos de que pertenezcas a sus ancestros.
    Esta idea es la que ha llegado a mi mente al finalizar esta hermosa lectura. Eres una gran escritora, Arantxa y tus palabras perdurarán. Un abrazo- ¡MUY FELIZ CUMPLEAÑOS! para tu hija y para ti.

    ResponderEliminar