Anoche,
antes de irme a la cama, asomé la cabeza por la puerta entreabierta de tu
habitación. Era tarde y ya estabas dormida. Me quedé allí, contemplándote, como
si fuera la primera vez. Me pregunté qué estarías soñando y deseé por una
milésima de segundo estar yo también dormida y compartir parte de tus sueños,
asegurarme de que todo lo que soñaras fuera alegre, espantar los fantasmas de
la madrugada y convertirlos en ángeles de la guarda como los de aquella oración
que repetíamos hace mucho cada noche antes de ir a dormir.
Recuerdo
que cuando eras pequeñita me gustaba sentarme al lado de tu cuna y verte
dormir, con esa expresión serena que tienen a menudo los niños recién nacidos.
Me quedaba embobada mirándote. Tú dormías plácidamente boca arriba y con las
manitas extendidas a ambos lados de la cabeza y la carita relajada, en
ocasiones con una sonrisa.
Algunas veces, cuando no te escuchaba respirar te
agarraba la mano para asegurarme de que estabas bien. Lo hacía con miedo de que
no te fueras a despertar, con una incertidumbre que se convertía en alivio
cuando te movías.
¡Veinte años, ya han pasado veinte años!
Veinte años desde aquella madrugada en la que también pasé por esa misma habitación,
sin nadie entonces. Encendí la luz y acaricié con la mirada cada rincón
imaginando cómo sería cuando llegaras tú. Me toqué la tripa en un intento por
parar todas las patadas que me estabas dando esa noche. Poco después supe que
no eran patadas. No era consciente en aquel momento de que esa sería la última
vez que la veía vacía.
Dice el
tango que «veinte años no es nada».
No es
nada y lo es todo.
Para
ti, toda una vida.
Para
mí, una gran parte de ella.
Cada
noche, antes de irte a la cama tu padre y yo te contábamos un cuento, uno
sacado de un libro de 365 cuentos que compramos en una feria del libro. Uno
para cada noche. Conforme fuiste creciendo los hábitos de lectura cambiaron.
Después compartíamos lectura. Me metía un ratito en la cama contigo y tu leías
un párrafo de un libro y yo otro hasta que se te cerraban los ojos.
Poco
a poco se fue reduciendo el tiempo de lectura conjunta y más adelante esos momentos que habían creado un vínculo especial dejaron de existir.
Hay veces en las que los echo de menos.
Sin
embargo, la complicidad no se marchó nunca y la seguimos manteniendo cuando nos
miramos, cuando algo nos hace gracia y no paramos de reír. Me gusta reír
contigo, aunque a veces lo hagamos en el momento menos oportuno, aunque tu
padre tenga que separarnos para que no nos comportemos como niñas.
A mí me gusta sentirme de nuevo niña y verte a ti todavía como tal.
A mí me gusta sentirme de nuevo niña y verte a ti todavía como tal.
Hace
que el tiempo pese menos y las ausencias sean más ligeras. Por desgracia no siempre
puede ser así y hay que convivir con ellas, deseando que aquellos que se fueron
antes de tiempo estén pendientes de nosotros desde algún lugar en el cielo.
Muchas
veces, asomada a la ventana del salón me invade un deje de nostalgia cuando veo
el parque sin vida. Apenas hay niños ya jugando en los columpios. Me acuerdo de
aquellas tardes sentada yo en un banco y tú jugando con el cubo y la pala en la
arena. Entonces había arena en el parque. Después lo quitaron y el parque dejó
de tener encanto. Seguimos yendo, pero ya no era lo mismo. Los niños se
convirtieron en adolescentes y dejaron de bajar por el tobogán para sentarse en
él a chatear con el móvil.
¡Veinte
años!
Cuántas
cosas han pasado y las que quedan por pasar. Unas buenas, otras menos.
Como
hasta ahora.
Como
siempre.
Habrá
más eclipses de luna como el de hace unas noches.
A lo
mejor no volvemos a ver ninguno.
Habrá
miles de tormentas, pero ninguna será como la que cayó aquel 31 de julio, justo
cuando nacías.
Seguirá
saliendo el sol cada mañana y cada día me dirás que no sirve de nada que tenga
un teléfono móvil si siempre lo llevo apagado. Me dirás que el día que te pase
algo no me enteraré. Yo estoy segura de que lo haré antes de que me llames por
teléfono. Mientras, continuarás llamándome, aunque no tengas nada importante que
decirme y a mi me encantará que lo hagas.
Dice
tu padre que le da pena cuando te mira y te ve tan mayor, cuando recuerda tus
primeros pasos y tus primeras palabras. Yo sigo viendo a aquella niñita a
través de tus ojos.
Siempre
serás nuestra chiquitina.
Aquel
31 de julio era viernes.
No
recuerdo que música sonaba el verano de 1998.
En el
momento en que oí tu primer llanto supe que nunca escucharía una melodía más bella.
Anoche
mientras te miraba pensé que nunca escribiré unos versos más brillantes porque
tú eres el mejor poema que haya escrito jamás.
Arancha, te doy la enhorabuena por este relato tan en tu línea, hermoso, entrañable. Has escrito sobre la relación de una madre y su hija, no creo que haya otra relación entre las personas más importante. Y lo has hecho con naturaidad y cuidando las palabras. El resultado es un relato en el que cualquiera querría ser protagonista. Felicidades a ti, Arancha y a tu hija de veinte años que nos recuerda la velocidad con la que pasa la vida.
ResponderEliminarQuerida Arantxa. ¡Qué bien comprendo tus sentimientos! Tan bonita y entrañablemente expresados. Un recuerdo que guardará tu hija con amor, estoy segura, para que cuando lo lean, a través del tiempo, sus hijos y los hijos de sus hijos, recuerden con ternura aquella abuela que se llamaba Arantxa. "Yo no la conocí" - dirán - "pero debía de ser una mujer estupenda y ¡cuánto debía de querer a su hija!" - Y seguirán soñando y hablando de ti y, en su memoria, intentarán ponerte un rostro y unos gestos y una voz... y buscarán la palabra que corresponda al parentesco contigo para decir con orgullo: "¡Qué bonito escribía! ¡Cuánto amor había en sus palabras!" - Y seguirán soñando contigo porque siempre serás inolvidable. Orgullosos de que pertenezcas a sus ancestros.
ResponderEliminarEsta idea es la que ha llegado a mi mente al finalizar esta hermosa lectura. Eres una gran escritora, Arantxa y tus palabras perdurarán. Un abrazo- ¡MUY FELIZ CUMPLEAÑOS! para tu hija y para ti.