Ha amanecido sin nubes, con sol y bajas temperaturas. Un día de finales
de invierno.
Es domingo, el último de febrero. Aunque parezca extraño e incluso
paradójico, no recuerdo cuando comenzó el mes, no soy consciente de que hayan
pasado ya veinticinco días.
Enero se me hizo interminable mientras me parece que el segundo mes del
año no ha existido.
Tengo esa misma sensación desde hace dos años, desde que Arturo se
marchó al amanecer del primer día de marzo después estar un mes entero en el
Hospital.
Aquel año, febrero pasó como una estrella fugaz sin luz, ignorando
nuestros deseos, aplastándonos como una apisonadora. Fue entonces cuando decidí
borrar ese mes de mi calendario emocional. No pensar en ello me alivió al principio,
pero las heridas dejaron cicatrices que siguen doliendo cada vez que cambia el
tiempo.
Hace frío, me ajusto la bufanda al cuello y camino por Aibar, pueblo de
Navarra al que he venido con Alberto.
Paseo mientras él atraviesa los montes que rodean el pueblo. Dice que es
su manera de olvidar, de seguir adelante.
Yo sé que no olvida, sé que de esa forma se siente más cerca del cielo,
junto a su hermano. Sé que es su manera de sentir su presencia ausente, rozando
con sus dedos ese espacio que ocupa en el infinito, de tener ese momento de
intimidad que necesita para no desaparecer.
En silencio habla con él mientras corre y su aliento le reconforta.
Participar en carreras le da esa libertad que a mí me dan las palabras.
Hemos venido juntos, pero por unas horas nuestros caminos serán
distintos y firmaremos páginas diferentes.
Por las calles vacías solo se oye el eco de mis zapatos. Vuela un
pajarillo en busca de un lugar cálido donde posarse. Pasa de largo y yo apenas
tengo tiempo de verlo.
Entre esas callejuelas estrechas vuelvo a mi infancia. Pienso que todos
los pueblos se parecen cuando se ven desde los ojos de un niño
cuando ha dejado de serlo.
Sin embargo, no son iguales, cada uno encierra una historia entre sus
muros, sus adoquines, detrás de cada puerta, en la fachada de cada hogar, entre
el humo que sale de las chimeneas. Una historia que son muchas y configuran la
esencia de cada pueblo.
Me gusta el invierno y sus tonos opacos. Me gusta el color del amanecer
y de ese ambiente sin color, ese deje triste que dejan los árboles desnudos en
medio de una Plaza que ya no tiene hojas en el suelo. Hace un rato había
bullicio en la de Aibar. Había corredores esperando la salida, había
espectadores animando, había vida. Unos minutos después de que los
participantes se perdieran de vista, el lugar se ha quedado desierto.
Ahora el silencio grita tanto que me duelen los oídos.
Busco un sitio para refugiarme un rato del frío. Sé que hay un bar cerca
del Polideportivo. Me dirijo hacia allí. Al entrar, los pocos clientes que hay
miran hacia la puerta. Voy al fondo de la barra, pido una infusión y me siento
en la mesa más apartada. Un lugar tranquilo donde poder estar sin ser
observada, donde escribir imaginando la vida de otros a la vez que me refugio
de la mía.
No me doy cuenta de que el bar se ha quedado vacío. Oigo al camarero
retirar las tazas de una mesa vecina y, entonces, al alzar la vista veo que
estoy sola.
Me levanto, pago la consumición y me marcho.
Me abrigo bien mientras decido qué hacer. Todavía es pronto para ir a la
meta.
Imagino cómo estará Alberto. Él no ya no tendrá frío. Estará luchando
contra las adversidades de la montaña, cruzando algún riachuelo de agua helada
e intentando mantener el equilibrio sobre el resbaladizo barro. Intentará ir
por los laterales, pero las zarzas no se lo pondrán fácil. En cualquier caso,
seguro que irá con cuidado.
Me sorprendo al salir del bar, el sol ha caldeado el día aunque el termómetro
indique lo contrario.
Cerca de ahí hay una panadería. Recuerdo que hace un año compramos pan
allí. El año pasado no esperé sola, Lourdes venía conmigo y entre las
solitarias calles se oía el sonido de nuestra voz y nuestras risas. Me gusta
hablar con ella, acordarme de cómo era yo a su edad e imaginar cómo será ella a
la mía. Pienso que no soy tan diferente ahora. Me gusta cuando me hace reír y
me hace feliz verla sonreír a ella. Echo en falta su compañía.
Huele bien en la panadería. El pan de los pueblos sabe mejor.
Cuando era pequeña iba con mis padres al pueblo los fines de semana. Los
domingos me gustaba ir a comprar el pan y churros. Eran los mejores del mundo.
He probado muchos desde entonces, pero ninguno sabe como aquellos. Tampoco yo
soy la misma ni tengo la misma ilusión que tenía cuando esperaba el turno en la
churrería de mi pueblo. Era una buena manera de enterarse de lo que había
pasado durante la noche en el pueblo y en los alrededores.
Sonrío, cojo el pan y me alejo de la tienda.
Oigo aplausos y gritos a lo lejos.
Están llegando los primeros corredores.
El tiempo ha pasado rápido.
Todavía queda bastante para que llegue Alberto, para que me cuente cómo
ha ido todo, para ver su cara de felicidad al acercarse y el brillo de sus ojos
cuando oye mi voz y me distingue entre la gente.
En el momento de cruzar la meta mirará al cielo y señalará con el dedo
como acostumbra desde hace dos años.
Y sonreirá y yo me emocionaré exactamente igual que la primera vez que
lo vi hacerlo.
Repican las campanas de la Iglesia.
Sigo el sonido de los aplausos. Han cambiado el final del recorrido. El
último tramo lo hacen por el río. Es un final brillante para quién la está
viendo y desconcertante para los corredores que no se lo esperan. Una vez en el
río disfrutan de esos últimos metros a pesar de que el cansancio hace que
levantar los pies sea una empresa difícil. Intentan resistir la tentación de tirarse
y dejarse arrastras por la corriente. El frío les impide hacerlo. La corriente
tampoco es fuerte. Sonríen, agradecen los aplausos, bromean, alguno incluso se tira
al río cuando alguien le dice que lo haga. Se arrepiente en cuanto su cara toca
el agua. Se hacen largos esos últimos metros a pesar de estar a punto de terminar.
Quizás por eso se hacen tan largos.
Varios niños esperan a que su padre o su madre les den la mano para
cruzar con ellos la meta. Hay orgullo en sus miradas y un deje de nostalgia en
la mía de espectadora.
A lo lejos veo a Alberto.
Aplaudo fuerte, le grito que ya está. Me da un beso en cuanto sale
del agua. A continuación, él termina la carrera y yo voy a su encuentro.
Y
es ahí, cuando volvemos a estar juntos otra vez y nos abrazamos, en ese preciso
instante, es cuando me doy cuenta de que no hay una mejor manera de decir “Te
quiero”.
Hermoso! ♡
ResponderEliminarPrecioso!
ResponderEliminarArancha, precioso!!! Me gustaría inventar una palabra más acordé a lo que he leído, una palabra mas hermosa, bella, bonita. En cualquier caso precioso con tres admiraciones esta bien. Arancha,tu relato consigue intrigarme hasta con las cosas sencillas,creas una atmosfera muy personal.Consigues que te imaginara todo el tiempo haciendo una cosa u otra a la vez que los lugares se mostraban nítidos en mi mente. Me encanta el final, se sale un poco del resto del texto, el amor romántico siempre es arriesgado, gracias por arriesgar,Arancha
ResponderEliminarUn relato especial, íntimo, nostálgico, lleno de recuerdos, de tiempo, de vida vivida.
ResponderEliminarMe ha parecido que unías la descripción de tus sentimientos con la de los sucesos que estabas viviendo en el pueblo. Has conseguido, con tus palabras, que te acompañara en ese recorrido pero no como una persona extraña. Ha sido tan profundo y entrañable tu relato que te he acompañado como si fuera parte de las letras que escogías para crear las frases de la historia. Me has hecho percibir la hermosura que pueden tener esas frases bellas que le dan vida a un sentimiento hecho palabras. Eres una gran escritora, Arancha.
Me ha enganchado desde el primer momento,incluso me ha emocionado tanto que mis lágrimas acompañaban las secuencias, sobre todo esa entrada, señalando al cielo!!!
ResponderEliminarMe ja envuelto como parte de una realidad ...i
Muy muy buen relato, precioso y más ...
Un abrazo Arantxa