viernes, 31 de julio de 2020

LA MAGIA DE UN CUMPLEAÑOS EN TIEMPO EXTRAÑO


A Lourdes no le gusta que escriba poemas, dice que no los entiende. Mi hermana también lo dice.

Alguna vez sí los ha comprendido, incluso ha llorado con el significado de los versos.

En esas ocasiones me ha dicho que soy tonta porque le he hecho llorar.

No me importa que me llame tonta, me hace feliz que capte el sentimiento de lo que he querido expresar.

Sé que lee todo lo que escribo, aunque no siempre me lo diga. Incluso los poemas, a pesar de no entenderlos siempre.

Insiste a menudo en que escriba un libro de capítulos, a lo que yo respondo que no sé escribir libros de capítulos y ella entonces me replica que tampoco sabía escribir poemas de amor y publiqué un poemario.

Es una anécdota simpática que me da pie para comenzar este relato.

Quizás algún día deje de ser una anécdota.


Sin embargo, aunque no sepa cómo empezar una historia, como hilar un argumento largo, aunque se me resista ese libro de capítulos, de vez en cuando me adentro en la narrativa.

Me encanta escribir relatos, relatar recuerdos.

Especialmente cada 31 de julio, día de su nacimiento. Me gusta recordarlo y dedicarle unas bonitas palabras.

A ella también le gusta.

Sí, nació un 31 de julio, igual que el personaje de ficción Harry Potter. Ella también llevaba gafitas como él. Y su sonrisa es mágica al igual que la expresión de sus ojos.

Por eso en mi móvil suena la melodía de Hogwarts cuando ella me llama.

   Aquel día, al atardecer, llovía con fuerza. Esto ya lo he mencionado otras veces.

Lo que creo que todavía no he contado es la hora a la que nació. Nació a las 9 menos diez de la noche. Nunca olvidaré aquel reloj que había en el paritorio ni a la doctora diciendo la hora. Tampoco olvidaré a la enfermera preguntando si podía salir al pasillo a informar al padre de cómo iba todo.

Fue una espera larga, un parto difícil, Alberto no pudo ver cómo nacía nuestra chiquitina y yo no escuché cuando lloró por primera vez, pero él sí. Desde la incómoda silla del pasillo pudo oírlo.

No pude ver la felicidad en sus ojos en ese momento ni él vio mi emoción cuando me acercaron a Lourdes para que le diera un besito nada más nacer.

Es muy vívido el recuerdo de aquella tormenta, del ruido de los truenos cuando ya estaba en la habitación, del sonido de la lluvia golpeando en el cristal y del viento que azotaba las ramas de los árboles y las persianas.

Sin embargo, de la intensidad del dolor antes de que Lourdes naciera, ya no me acuerdo.

En mi mente hay muchas escenas de aquellos momentos, fotogramas que han quedado en mi mente y que refresco con frecuencia. Cada vez que veo la carita de mi niña en una foto de hace 22 años, cada vez que la miro ahora.

Este es un año extraño, un año en el que cumplir años se está convirtiendo en algo muy raro. Un año en el que los abrazos y los besos están guardados en los bolsillos, y las sonrisas pierden color tras las mascarillas. Las celebraciones son atípicas y a través de la pantalla del teléfono o del ordenador la vida no es igual y la emoción del momento tampoco.

En tiempo de pandemia los cumpleaños son diferentes.

Me imagino dentro de un tiempo en el recuerdo de estas palabras que escribo al calor de unos días en los que la temperatura casi alcanza los 40 grados. De cuánto marcaba el termómetro aquella vez tampoco tengo conciencia. Tal vez hoy el bochorno derive en tormenta de nuevo. En ese tiempo futuro me acordaré de este relato, me veré tras el ordenador tecleando estos pensamientos presentes con sabor añejo y rememorando los muchísimos instantes dulces y alguno que otro más amargo desde aquel entonces.

La memoria a veces es frágil y no retiene cada una de las palabras escritas en los anteriores cumpleaños.

También es selectiva y relega al trastero aquello que no le gusta, que ya no le sirve, aquello que no le aporta nada. Con el paso del tiempo el dolor ya no es el mismo, aunque la tristeza se mantenga.

No quiero divagar, no más de lo necesario y por ello vuelvo al hilo de lo que pretendo contar. Es difícil no repetirse, no escribir cada año lo mismo.

Este no será como todos.

Me refiero al relato.

También a la celebración, sobre todo a la celebración.

Este va a ser su primer cumpleaños trabajando, su primer cumpleaños en medio de los rebrotes de una pandemia, Esta, si no me traiciona la memoria, será la primera vez que no lo celebre con toda la familia el día que cumple los años.

En ningún caso eso quiere decir que no vaya a ser especial.



Este será un capítulo más de su vida. Uno escrito con tinta gris en lugar de la rosa que conforma su color favorito.

Uno más de esos que algún día serán parte de ese tan ansiado libro de capítulos que ella quiere que yo escriba y que yo aprenderé a escribir.


«Y de pronto, mi madre me cogió y me abrazó.

──Te quiero ── me dijo al oído

── Yo también ── le contesté, pero noté como le cambiaba el rosto…

── ¡ No, no! ── me recriminó──. Yo también no es un te quiero, no lo olvides, no lo olvides nunca.

── Te quiero, mamá. ¡Te quiero! ¡te quiero! ── le grité.

 

Te quiero, quizá las dos palabras más complicadas de decir a un padre, quizá las dos palabras más complicadas de decir a un hijo.»

 

Fragmento de El regalo / Eloy Moreno

 

He releído muchas veces este párrafo y he dicho también mucho más a menudo “Te quiero”, desde que lo leí por primera vez, desde que escuché al autor en la presentación del libro. No es difícil hacerlo, aunque a veces lo parezca.

 

lunes, 13 de julio de 2020

OPINIÓN DE LA OBRA DE TEATRO "LA SOMBRA". YOLANDA ALMEIDA



TÍTULO: LA SOMBRA

AUTORA: YOLANDA ALMEIDA

GÉNERO: TEATRO

SINOPSIS



El miedo, la incertidumbre… Nos paralizan, nos ocultan, nos convierten en sombras de un yo que en esencia no teme a nada, que no busca la aprobación. Pero, ¿podríamos llegar a dejar de ser versiones de nosotros mismos? 






OPINIÓN PERSONAL 

Somos parte de nuestros recuerdos. Unos permanecen vívidos en nuestra memoria mientras otros se van difuminando con el tiempo y aunque sigan ahí, el olvido se va apoderando de sus sensaciones. 

De repente un día reaparecen. 

Dentro de unos años recordaré que 2020 fue el año de la pandemia. Recordaré que los meses se asomaron a la ventana y volaron con el viento. Rescataré de la memoria algunas de las muchas de las imágenes que he ido guardando en este tiempo extraño de rutina rara dentro de lo que habría sido mi vida habitual. 

Las hay de todo tipo: emotivas, alegres, tristes, con un toque de resignación, con un punto de miedo, de angustia, de soledad. 

Por la mente pasará el eco de unos aplausos a las 8 de la tarde, retumbará el silencio de la soledad en la ausencia de quien se ha marchado y ese recuerdo que he mencionado nos hará partícipes de una obra de teatro tan real en los confines de lo que debiera ser fantasía. 

Quizás algo tenía que cambiar. 

En ese período inusual, el aprendizaje ha sido continuo y los recursos tecnológicos fundamentales. La distancia ha tenido otro significado en la cercanía de las redes sociales. 

Ya en los albores del verano, hemos convertido el confinamiento en pasado. En la costumbre de no dejar atrás la costumbre de seguir adelante, se empezaron a retomar algunas actividades culturales. 

Entre ellas el teatro. 

El viernes 19 de junio se presentó en la Casa de la Juventud la obra de teatro La Sombra, escrita por Yolanda Almeida. 

Se trataba de una lectura teatralizada intepretada muy bien por Amaia Rodríguez y Javier Urtasun. 

Por un momento sentí que todo volvía a ser igual que antes, que ese antes no se había visto alterado. 

Durante ese instante que duró varios minutos, Per Gaztelu, escritor de novela negra, poeta y compositor desgranaba notas de su guitarra mientras su melódica voz de tango interpretaba la canción escrita por él mismo para la obra. Le acompañaban Amaia Rodríguez y Javier Urtasun. Sus voces de coro al unísono acariciaban el ambiente y envolvían a los presentes entre acordes de guitarra, violín y piano. 

Había escuchado antes la canción en la presentación virtual de la obra, pero no sentí lo mismo en aquella ocasión. El sonido a través de las redes no es el mismo, ni la esencia, ni la intimidad personal que ofrece escucharla en vivo. 

Los directos de Instagram o las sesiones de zoom ayuda a la cercanía y a la conexión, pero la sensación es distinta. 

Cuando la escuché en la casa de la juventud, el sentimiento de las letras me envolvió en su órbita, me hizo cómplice de las palabras, erizó mi piel y sentí un nudo en mi garganta. 

Las mascarillas, la distancia entre el público, las medidas de seguridad, el gel de manos. Todo desapareció mientras sonaba la canción, mientras con los ojos cerrados mis sentidos se dejaban acariciar por la melodía. 

Fue un sentimiento extraño, aunque familiar, lejano aunque cercano. 

No acerté entonces y no acierto ahora a explicar el motivo. 

La sombra arranca con el protagonista, Miguel, un joven muy angustiado presentándose en casa de su psicóloga a altas horas de la noche para contarle que cree haber matado a una persona. 

Y a partir de ahí, me dejé llevar por el contenido de las palabras, por ese trasfondo que lleva hasta la punta del Iceberg. 

Y descubrí la profundidad de la obra. 

Empaticé con esa historia, con sus personajes. 

Hice mío su miedo. 

Ese miedo a dejar de ser uno mismo. 

A ser una sombra. 

A que la sombra domine nuestra vida y nos convierta en sombras de nosotros mismos. 

Siempre me ha gustado el teatro, no solo ver las representaciones, sino también leer las obras. Recuerdo mis veranos de juventud en la piscina del pueblo a la sombra de un árbol leyendo a los clásicos. Recuerdo “El alcalde de Zalamea” en los susurros de mi voz o “La vida es sueño”. También otras muchas. Mientras el resto de la gente disfrutaba del sol yo lo hacía del teatro. 

Luego dejé de leer y de escribir. 

Hasta hace unos años. 

No había vuelto a leer obras de teatro ni a recordar aquellas tardes de verano. 

Hasta ahora. 

Ese viernes, volví a aquellos años mientras escuchaba a los actores. No sé la razón por la que me vinieron aquellos recuerdos a la mente. 

La verdad es que no tiene importancia. 

Disfruté con la obra, con lo que me hizo sentir. Me vi a mí misma sumida en la inseguridad, en el miedo que esa inseguridad provoca en las personas. Dentro de la ficción siempre hay una mota de realidad. 

En ocasiones mucho más que una mota. 

Cuesta hacer una mirada introspectiva, cuesta hacer limpieza interior. 

Cuesta no pensar en lo que piensan los demás de uno mismo. 

Cuesta no juzgar y cuesta reconocer que te importan los juicios. 

Cuesta darse cuenta de que a lo mejor no somos tan importantes, ni los demás piensan tanto en nosotros. 

Es más fácil culparse. 

A Miguel, el protagonista, le cuestan muchas cosas y se da cuenta de muchas otras a lo largo de la obra. 

No deja indiferente lo contado, lo interpretado, lo vivido por Miguel, los sentimientos que Ariadna le obliga a descubrir. Tan reales, tan vívidos. 

Aquel día que Yolanda nos habló de La sombra, contó que la obra era inicialmente una novela, de hecho, nació de la La cuarentona, su última novela. Sin embargo, los personajes en esta ocasión hablaban demasiado y la instaron a contarla de manera diferente, a teatralizarla hasta convertirla en una obra para ser interpretada. 

Yolanda es muy versátil e inquieta. Poeta, novelista y ahora dramaturga, escribe con pasión e intensidad y eso queda reflejado en todo lo que escribe. 

Fue mágica aquella tarde a pesar de lo irreal de la situación y de las circunstancias. 

Nueva normalidad lo llaman. 

Nuevo sí que es, aunque discrepo en lo de normalidad. 

Hubo muchas frases que me llamaron la atención y que quedarán en mi memoria. 

Sin embargo, hay una en especial que pronuncia Miguel y que no he olvidado: 

“Morir significa que alguna vez estuvimos vivos” 
(La Sombra – Yolanda Almeida) 

Vivamos para recordar que una vez fuimos al teatro en tiempos de pandemia.

lunes, 6 de julio de 2020

6 DE JULIO: UN CHUPINAZO SILENCIOSO.


 
No recuerdo la última vez que desperté un 6 de julio con un desasosiego y una angustia tales como los que he sentido esta mañana cuando ha sonado el despertador.

No lo recuerdo porque no soy consciente de que haya ocurrido alguna vez.

Tampoco recuerdo haber dejado sonar el despertador un 6 de julio.

Sí recuerdo la última vez que trabajé este día. Hace mucho tiempo de aquello.

También recuerdo mis últimos sanfermines trabajando.

Se me olvida que este año no va a haber sanfermines.

Pero el espíritu permanece, también la emoción que eriza el vello de mis brazos y empaña mis ojos todos los 6 de julio a las 12 del mediodía. No entiende de virus, de pandemias ni de nueva normalidad con aforos limitados. Esa emoción que corre por mis venas sigue ahí y reclama su sitio, su minuto de gloria, sus años de recuerdo.
 
 


 
 
Generalmente la madrugada de este día no duermo bien, me acuesto tarde y me despierto cada rato con los nervios y la ansiedad del día esperado desde el 14 de julio del año anterior.

Sin embargo, este año he dormido, agotada de cansancio, sin despertarme excesivas veces, con unos sueños extraños que recordaba al abrir los ojos y con una sensación de tristeza que me cuesta relatar con palabras.

Me he levantado con la impresión de un chupinazo silencioso que retumbará en mis oídos aunque no se escuche en el cielo. Los momenticos habituales de este día especial serán distintos, pero no dejarán de ser momenticos, lo serán en función de lo que cada persona cree o reinvente.

El trayecto al trabajo ha sido como el de cualquier otro día, pero con una perspectiva diferente, la de unas calles semi-vacías y unas paradas de autobús carentes de vida, ajenas al ajetreo propio de la fecha.

En el coche una música melancólica a tono con la nostalgia que siento hoy. Unas notas grises que acompañan un día alegre rendido a la tristeza de quien ve llover aunque no esté lloviendo.

No hay sanfermines, apenas he visto a nadie vestido de pamplonica. Yo tampoco iba con el atuendo, pero sí con los colores propios de las fiestas, con el rojo que este año simboliza el dolor más que nunca y con el blanco que me recuerda los espacios vacíos, la ausencia y la soledad de un año en la que los meses han pasado de puntillas y la primavera ha florecido al otro lado de las ventanas.

Y almorzaré, como todos los días, también como todos los años este día. Sin embargo, la compañía no será la habitual de este día especial y el almuerzo aunque no sea el de un día normal, tampoco será el mismo.

¿Quién dijo que unos huevos con txistorra no podrían ser dulces?

Gracias al detalle que ha tenido esta mañana una persona al traernos un platillo de gominolas emulando el castizo almuerzo sanferminero, el instante será menos amargo y la dulzura besará mi paladar. Ha sido un bonito regalo. A mí particularmente me ha hecho mucha ilusión.

A las 12 no sonará el estallido del cohete, pero yo miraré al cielo como cada 6 de julio y me acordaré de los que ya no pueden celebrar conmigo.

Alberto subirá a la Peña Izaga y desde la cima de un monte intentará tocar las nubes y se colocará alrededor de su cuello el pañuelo con el recuerdo de su hermano. A las 12 las lágrimas empañarán sus ojos y recordará años pasados, también imaginará los que están por venir. Después me llamará, luego se quitará el pañuelo y regresará a casa con el sentimiento extraño que envuelve una sensación rara.

 Por su parte, Lurdes, desde casa, recordará cada 6 de julio vivido. Ella no se ha perdido ninguno. Incluso el año que nació (15 días después de las fiestas) lo vivió. Todavía recuerdo aquellas pataditas al son de los fuegos artificiales.

Cada persona llevará hoy ese sentir de la fiesta en su interior, cada uno lo celebrará o no lo hará a su manera, desde el balcón, desde la ventana, desde su puesto de trabajo, desde el monte…

Espero que las calles no se llenen de gente, que el sacrificio de muchos no se vea oscurecido por la irresponsabilidad de otros.

No quiero que el verano me mire desde el otro lado del cristal.

No quiero más hojas en blanco.

Este año el pañuelico no acariciará mi cuello, este año cubrirá mi boca en esta nueva normalidad que de normal no tiene nada.

O tal vez sí.

Quién determina el significado de “normal”.

Dentro de unos años recordaré 2020 como el año que no hubo sanfermines.

No en apariencia.

Sí en el corazón.