domingo, 31 de diciembre de 2017

LA ÚLTIMA MADRUGADA DEL AÑO


La oscuridad se va disipando y por las calles solo transita el aire a esta hora. Sin apenas darnos cuenta la última madrugada del año se ha marchado dejándonos al alba del 31 de diciembre, último día del año.


No he dormido bien. Me he despertado en mitad de la noche con la sensación agria de un mal sueño, con ese vacío aletargado de aquello que solo ha sucedido en mi mente, pero me inquieta a pesar de no saber de qué se trata. 
Y he vuelto a caer en una semi-inconsciencia queriendo atrapar esas imágenes que durante unas horas forman parte de una vida aletargada en la que participamos como si fuera una realidad paralela, un mundo distante del que no somos conscientes de ser protagonistas.

Citando a Calderón de la Barca: “pero la vida es un sueño y los sueños, sueños son”.

Y los míos están ahí, esperando formar parte de mi rutina, esperando que los alcance, ocultos entre una nube espesa de excusas que no se disipan porque el sol ciega demasiado y da miedo mirar directamente. A veces me olvido de que entre la niebla hay una humedad que entumece y solo se arregla con ese calor que me empeño en evitar.

Sí, ya ha pasado la última madrugada del año, una más entre todas las madrugadas de esta carrera de fondo en la que no hay que llegar primero, en la que no sabemos dónde está la meta, en la que lo realmente importante es hacer kilómetros. Con esa impresión de que cada vez pasan a más velocidad mientras nosotros vamos cada vez más despacio.

Parece una más, sin embargo, es distinta. Es la que nos hace mirar atrás hacia los avituallamientos de 2017, la que nos obliga al recuento de vasos de agua que hemos consumido, a hacer balance de las fuerzas que nos quedan para seguir adelante, de cómo hemos de dosificarlas para no detenernos.

Seguro que en algún tramo de este último año los calambres han hecho que aminoráramos el paso y con seguridad también hemos querido cambiar de rumbo, en alguna ocasión incluso puede que lo hayamos hecho, que nos hayamos quedado frente a una bifurcación pensando si era mejor girar a la derecha o a la izquierda y la decisión tomada quizá no fuera la mejor pero sí la que tenía que ser. Tal vez hemos tropezado con alguna piedra que no habíamos visto o resbalado en alguna parte demasiado húmeda e incluso caído. Eso no tiene demasiada importancia, lo decisivo es volver a levantarse, seguir avanzando.

A veces pienso que mis zapatillas aprietan demasiado, Entonces aflojo un poco los cordones para que duelan menos. Unas zapatillas que no puedo cambiar porque son mías, las que me correspondieron en un principio y yo les he dado forma a lo largo del tiempo haciendo que se adaptaran a mí y yo adaptándome a ellas.

Unas zapatillas que no podría calzar nadie más.
Ni yo podría calzar otras.
Porque no hay unas zapatillas perfectas.
Aunque algunas deslumbren por su brillo.
Aunque estén tan nuevas que parecen recién estrenadas.
Todas tienes sus kilómetros a sus espaldas y sus roces y caídas.

Cada una es el zapatito de cristal que tan bien encajaba en el pie de Cenicienta. 
Hay momentos en los que me gustaría ser ella y llevar ese zapato de cristal sin reparar en que el cristal es frágil y se rompe y mis zapatillas son resistentes a las inclemencias de la vida, a los terrenos pedregosos, a la vida, al tiempo y al espacio, a esa ecuación de resultado incierto. A ese algoritmo que hace de mí lo que soy.

¡Último día del Año!

Suena bien.

Es hora de decir adiós a 365 días, de intentar recordar durante un instante todo lo transcurrido, de apartar las lágrimas que han cubierto nuestros ojos y sentir nostalgia de los momentos alegres. Es hora de almacenarlo todo y guardarlo en el trastero de nuestra mente.

De cerrar esa puerta y no volver a entrar ahí.

De continuar el trayecto con la cabeza alta, de frente, sabiendo que mientras sigamos en marcha estaremos vivos y todo será posible.

Miro por la ventana y veo que las luces de las farolas se han apagado, la cuenta atrás continúa.

Hoy a las doce de la noche, el contador se pondrá a cero tras doce campanadas que sonarán más fuertes que el resto del año, tras el intento de comerse doce uvas antes del último segundo.

Con la esperanza de una senda con menos cuestas y más llanuras.

A las doce y un minuto comenzaremos otra etapa, con la ilusión de algo nuevo.
Con la certeza de algo viejo que continúa.
Con el deseo de otro 31 de Diciembre para volver a hacer recuento.

Y así una y otra vez mientras haya un camino que recorrer.

domingo, 24 de diciembre de 2017

YO NO SOY MEJOR EN NAVIDAD





No recuerdo en que momento los días empezaron a ser más cortos y los años comenzaron a pasar con mayor rapidez.

No recuerdo cuando dejé de ser niña y de tener ilusión.

No recuerdo mi primera Navidad y la primera que recuerdo no aparece con nitidez en mi memoria, aunque hay rostros que están muy vivos en ellas. Me acuerdo de que también hacía frío. Tal vez sea porque en Pamplona siempre hace mucho frío este mes. Y recuerdo la casa del pueblo, los perros correteando por la explanada frente a la casa. No se si en algún momento nevó.

No recuerdo muchas navidades con nieve. Me gusta la nieve, ese tacto frío y esas fotografías tan bonitas que adornan las postales navideñas.

No recuerdo…

Tal vez no quiero recordar.

Quizá nunca quise dejar de ser niña.

Puede que nunca haya dejado de serlo.

Apenas hace unos días era verano y sin darnos cuenta pasó el otoño y el invierno llegó para quedarse.

Como cada mes de diciembre.

Y como siempre las hojas del calendario fueron pasando hasta detenerse en el 24.

El día de hoy.

¡Nochebuena!

Ha amanecido con niebla, una niebla similar a la de la Nochebuena de “Cuento de Navidad” de Charles Dickens, aunque menos densa que la descrita en aquella novela que no hace mucho que leí. Y pensé que yo no soy mejor en Navidad, intento mejorar un poco cada día.

No necesito que me digan que estos días tengo que ser mejor persona, ni dejarme invadir por el Espíritu Navideño. A fin de cuentas: ¿Qué es el espíritu navideño?

Todo el año deberíamos serlo y no mirar hacia otro lado para no ver aquello que no nos gusta. Todos los días hay gente que lo pasa mal.

No obstante, aunque parezca lo contrario a mí me gusta la Navidad. Me esfuerzo en decir que no, pero me dejo llevar por esa “magia” que no se ve pero que quizá exista. Por ese sentimiento. Me gusta ver las calles iluminadas y tararear esos villancicos cuya letra no conozco.

Sí, hoy ha amanecido con niebla. He mirado hacia el cielo y no he podido ver nada. No me gustan esos días en los que no puedo intuir la casas dónde viven ahora los que se fueron antes de tiempo, ni su sonrisa, ni corresponder a sus buenos deseos navideños.

No importa cuándo se fueron. Siempre es demasiado pronto para el que se queda y el dolor más intenso cada Nochebuena cuando al sentarnos en la mesa hay un plato menos que poner y una risa menos que escuchar. Eso no quiere decir que no duela el resto de días, sí lo hace pero el vacío es más grande  y las ausencias más sonoras.

No, yo no soy mejor hoy ni Scrooge tenía el corazón tan negro. Sentía y se lamentaba como todos y se escudaba en una frialdad que igual hería menos pero pesaba más.

Yo hoy no recibiré la visita del fantasma del pasado, del presente y del futuro. A menudo me visitan en fechas menos señaladas, ni cambiaré mi forma de ser, ni seré más divertida y entrañable, tampoco seré más huraña. Seguiré siendo yo.

Recordaré Nochebuenas pasadas, viviré con intensidad la presente e imaginaré las futuras.


Y sonreiré mirando hacia arriba, echando siempre de menos, soñando con un paisaje sin niebla que me deje ver esas caras que añoro a cada momento.


domingo, 17 de diciembre de 2017

CUENTO ACTUAL CON SABOR AÑEJO. "EL MONTE DE LA BRUJA" DE EMILY S. SMITH


TÍTULO: EL MONTE DE LA BRUJA: Y... CON PIRUJA TODO CAMBIÓ.

AUTORA: EMILY S. SMITH

GÉNERO: INFANTIL/JUVENIL

SINOPSIS:

Maca y Santi sufren una calamidad muchísimo peor que el meteorito que extinguió a los dinosaurios. Tienen que abandonar a sus amigos, sus juegos y su vida para trasladarse de una ciudad a un pueblecito perdido entre las montañas. Allí, encuentras un lugar extraño donde no reconocen a nadie y, ante ellos, se abre un futuro problemático y muy, pero que muy aburrido. O eso creen ellos hasta que tropiezan con Piruja y su gato.


OPINIÓN:

Hacía mucho que una lectura no me llevaba a mi infancia, a recordar aquellos años de mi niñez donde la vida era distinta, los colores más vivos y yo sonreía más, ajena a todo lo que ocurría a mi alrededor.

Recuerdo aquellos días de invierno leyendo cuentos junto a mi abuela a la puerta de nuestra casa en el pueblo los días de verano, y al calor del hogar en la cocina en el frío invierno. Primero me los leía ella a mí, más tarde sería yo quien se los contase a ella.

Cómo olvidad el aroma a castañas asadas una tarde de domingo cualquiera mientras me envolvía en aquellas historias maravillosas de príncipes, princesas y brujas malvadas con manzanas de pinta deliciosa y corazón de veneno.

Con El Monte de la Bruja he vuelto a revivir todo aquello. Comencé a leerlo de noche, tras un día de mucho trabajo y sin darme cuenta dejé de estar en mi case y me hallé en ese precioso pueblo en el que se desarrolla la historia.

Lo leí en poco tiempo, sonriendo mientras lo leía. Degustando cada una de esas palabras escritas con mimo, hechas para captar la atención de los niños y de quienes dejamos de serlo hace ya bastante tiempo.

Es un cuento con sabor de antaño, con la riqueza de algo añejo cuyo valor aumenta con el tiempo. Donde las cosas simples cobran la importancia que se merecen y no siempre se reconoce.

Bajo ese título de cuento infantil hay un contenido profundo, unos valores que no hay que dejar de lado. Una historia de amistad donde las apariencias no son relevantes y se profundiza más allá de la fachada. Una historia donde la belleza está en el reflejo de unos ojos que miran con detenimiento y ven el interior. Es profunda y entrañable. Al terminar, es imposible no pararse a pensar.

“Tendríamos que aprender a reconocer mejor lo que se guarda en el fondo de cada corazón”
(El Monte de la Bruja. Emily S. Smith)

Para volver a sentir lo mismo que hace años, cuando el tiempo parecía no pasar y tenía la sensación de que los días albergaban más horas.

“Empezó a pasar el tiempo muy lentamente, despacio, tan despacio que casi parecía que no pasaba, tan despacio que perdieron la noción del mismo tiempo y ya no sabían si era de día o de noche, si había pasado mucho o poco rato”.
(El Monte de la Bruja. Emily S. Smith)


Cuando mi hija era pequeña, leíamos todas las noches antes de dormir. Me recostaba en su cama y juntas disfrutábamos de se rato de lectura. Era nuestro momento, un instante que nos pertenecía solo a ella y a mí. No lo compartíamos con nadie. Poco a poco nos fuimos desprendiendo de esa rutina.

Sin darme cuenta o tal vez sin querer hacerlo.

Se había hecho mayor.

No volvimos a leer en su cuarto antes de dormir.

Hay un aspecto de este libro que me ha gustado mucho y es esa interacción de la autora con los lectores. Los involucra en la historia y les hace preguntas que no ella no responde.

Durante algunos pasajes no me resistí a leer en voz alta, a escuchar mi propia voz en el silencio de la noche, susurrante para no despertar a nadie, aislada  en un rinconcito del bosque, ese bosque que la tan bien descrito, mecida por el rumor del viento entre los árboles.
Emily narra de una manera sencilla, que hace fácil la lectura, consiguiendo agilidad y ese tono infantil que necesita para captar la atención de los lectores más jóvenes.

Utiliza un lenguaje bello.

“Se quedaron muy quietos llorando en silencio, abrazados”
(El Monte de la Bruja. Emily S. Smith)

Tiene esa sensibilidad especial que llega muy adentro. Sus personajes principales son entrañables, ríes con ellos y sufres cuando lo pasan mal.

En esta obra habla de temas tan actuales y duros como el Acoso Escolar, lo difícil que puede resultar integrarse cuando se llega a un lugar nuevo, el miedo a lo desconocido…

No puedo dejar de mencionar las hermosas imágenes que acompañan a las letras.

Es una historia muy completa y muy bien hilada.

Cuando pregunté a la autora por su proceso creativo a la hora de escribir, me comentó que hacía un esquema breve de la historia y uno muy completo de cada personaje. Anota en cuadernillos, usa pegatinas, hojas… En esta etapa se gesta todo. Luego deja que los personajes construyan su propia ficción. Para ella es “muy importante que sus reacciones correspondan a su personalidad”.

Otra cosa que me comentó y que se ve al leer es que controla mucho no dejar hilos sueltos o tramas inacabadas.
La escribió por sus nietos, para ellos.
Para todos los niños que lo pasan o han pasado mal en algún momento de su vida escolar.
Para los adultos que miran hacia otro lado y se desentienden.

-¿Has escrito algo más?- quise saber.

-“He colaborado en manuales y tratados sobre Alzheimer como integrante de la Comisión Técnica. Tengo una leyenda que quiero reestructurar y varios más inconclusos, pero que esperan su turno”- respondió.

Su proyecto más inmediato pasa por terminar una novela ambientada en la Post guerra.

Seguro que dejo algo sin mencionar, tal vez más que algo.

No olvidaré en mucho tiempo a Carbonilla, el gato de la Bruja. Un gato que existe en la vida real y cuya historia coincide con lo contado en el libro.

Termino mi escrito a la espera de leer lo próximo de esta autora.

Con una sonrisa al recordar.

Con esperanza al reflexionar.

“Tenían miedo, un miedo tan poderoso como el que nos impide reaccionar y hacer lo correcto; buscaban, sin hallar, cualquier excusa que les impidiera entrar en el bosque tenebroso bajo la lluvia”.
(El Monte de la Bruja. Emily S. Smith)


miércoles, 1 de noviembre de 2017

SI LOS CIPRESES HABLARAN

Como cada 1 de Noviembre, iré al cementerio. Al igual que yo, miles de personas más  lo harán también. Llevaremos flores y nos pararemos un ratito delante del hogar donde residen nuestros seres queridos, mejor dicho, donde está una parte de ellos, porque a mí me gusta pensar que habitan una parcela en el cielo desde donde nos saludan cada día.


Me gusta la calma que rodea a los cementerios, la majestuosidad de los cipreses que lo custodian.

Si los cipreses hablaran, el silencio tendría un significado distinto.

Si pudiesen hablar contarían la historia de esa familia que se reúne cada 1 de noviembre y juntos van andando hacia el cementerio convirtiendo esa fecha en algo tradicional para pasar el día juntos.

Si los cipreses hablaran, dirían que la vida ha cambiado, que ya no llueve como antes, ni va la misma gente que antes, dirían incluso, que el olor de las flores ya no es el mismo. Y dirían que ya no ven el color de los ojos de la gente porque ya no los miran.

Recuerdo un verano en el pueblo que fui a pasear por el monte. Sin saber cómo me desvié de la ruta y me perdí. Recuerdo que hacía frío. A lo lejos vi esos árboles tan altos y supe dónde estaba. Me acerqué allí, con miedo, con respeto, pensando en todas esas historias que nos cuentan los libros, las películas.
Allí no había nada, solo silencio. El viento movía los árboles. El sol se rebelaba contra las nubes. La sombra de los cipreses apenas se vislumbraba. Y yo seguía allí, de pie, sin moverme. Se hacía de noche, había que volver.

Años después leí “La sombra del ciprés es alargada”, de Miguel Delibes. Todavía me acompaña esa sensación de tristeza que me dejó su lectura. 

Algún día tengo que releerlo me digo muchas veces. Al final nunca lo hago. Es curioso pero el recuerdo de aquella tarde me vino a la memoria cuando lo leí y vuelve a hacerlo ahora mientras escribo.

Si los cipreses hablaran, relatarían la historia de esa niña que siempre iba al cementerio acompañada de sus padres y sentía pena del pobre que estaba enterrado junto a la tumba de sus abuelos porque nunca iba nadie a verle, nunca había flores allí. Ella siempre cogía unas flores para dejárselas y que no estuviera tan solo. Le pedía a su madre que hiciera un ramo para él. No sabía quién era, tan solo conocía el nombre grabado en la lápida. Todavía hoy se sigue parando allí. Sus hijos también lo hacen.

Cuando éramos pequeñas, mi hermana y yo íbamos con cuidado para no pisar a quienes habitaban allí. No queríamos hacerles daño.

Si los cipreses pudieran hablar, contarían la historia de esa anciana que acude todos los días a ver a su único hijo muerto hace muchos años, sin darse cuenta de que un día ya no irá nadie.

Contarían miles de historias que no aparecen en ningún libro ni en una serie de televisión. Y dirían todo lo que no se escucha allí. Seguramente se quejarían del frío del invierno y del calor sofocante del verano. Dirían que nieva menos y que apenas va gente nueva a vivir allí. Describirían la soledad del sepulturero después de una muerte, mientras termina de cubrir de tierra el ataúd. Antes de irse a casa con su familia. Antes de callarse como ha ido su jornada de trabajo.

La vez que me perdí no estaba asustada. Estaba cerrado y no podía entrar. Sin embargo, no pude evitar echar una mirada al interior. Allí parada delante de la verja, me dí cuenta de que nunca había visto un ciprés tan de cerca. Me imaginé volviendo en el futuro, compartiendo un monólogo que solo me atañía a mí, que nadie escucharía. Pensé en todas las veces que acudiría ahí para sentirme acompañada.

Nunca volví a ir sola.

Si los cipreses hablaran, yo no estaría escribiendo esta historia.

Si ellos hablaran, mi pluma permanecería en silencio.

domingo, 1 de octubre de 2017

VERSOS POR LOS REFUGIADOS. ACOGIDA SI, GUERRA NO.

El pasado viernes, 29 de septiembre, Pamplona se sumó a la iniciativa estatal: ACOGIDA SI, GUERRA NO con un recital poético-musical en favor de las personas refugiadas.


El recital se celebró en el Parlamento de Navarra y lo organizó Mikel Sanz Tirapu.  

Acogió a poetas, artistas, a todo el que quiso expresarse, elevar la voz, dejar constancia de que una realidad que encoge el alma de algunos y que es indiferente a otros.

Las puertas y el micrófono estaban abiertos. Todo el que quisiera  invitado a participar, a poner voz a la injusticia, a través de los versos, de la música, de los sentimientos, de la cercanía.

“Se ha acogido solo al 14% de los refugiados a los que se comprometió España”.

Con estas palabras, dirigidas por la presidenta del Parlamento de Navarra, Ainhoa Aznárez, comenzó el evento. A continuación leyó un poema de Juan Andrés Pastor, poeta de Estella que no pudo acudir.

A partir de aquí todo fue distinto, se respiraba diferente, por momentos costaba respirar.

Emoción a flor de piel.

Estilos que diferían mucho entre sí.

Cada uno con su visión, con sus palabras. Todas confluían en un fin común. Partes de un sentimiento que conformaban un Todo cuya presencia nos llenó a cada uno de los que estábamos allí. También a los que no estaban.

Hubo poetas que no pudieron asistir, pero nos dejaron sus letras que fueron leídas por otros compañeros.

Todos estaban presentes.

Era imposible no emocionarse, estar ajeno a lo que sucede. El eco lo envolvía todo, nos convertía en uno.

Nos unía.

Nos unió.

Fuimos partícipes de una iniciativa bonita, profunda, de una realidad a la que muchas veces volvemos la cabeza, que nos cuesta mirar de frente.

Fuimos partícipes de una tarde difícil de olvidar, de unos momentos que nos erizaron la piel, que nos arrancó una lágrima.

Improvisación, instantes grabados en la retina, en el corazón.

Poetas, actores de teatro, músicos.

Palabras sobrecogedoras.

Oídos atentos que escuchaban, que absorbían cada letra, cada verso, cada nota musical.
Nada estaba ensayado. Nacía de dentro, de las ganas de expresarse, de la necesidad de contar, de recitar, de decir, de hablar.

De soñar que se puede cambiar el mundo, quizá solo un poquito, tal vez tan solo por un rato.

Mikel Sanz dijo casi al término del recital:

“La poesía puede cambiar mundos particulares y eso es cambiar el mundo”.


Una palabra final:

E  S  P  E  R  A  N  Z  A


Un aplauso que llenó la sala.
Silencio.
Un recuerdo difícil de olvidar.





Os dejo el poema que recité yo.
No supe qué título ponerle cuando lo escribí.


Tenían sueños, ilusiones
tenían una vida, una casa.

Todo quedó
en futuro ahogado,
en un presente de miedo.
Se marcharon con los ojos vacíos
de tanto horror.

Atrás un destino cercenado
Adelante un camino incierto.

Calles cortadas
alambradas que duelen
promesas de palabras vanas.
un refugio inexistente.


Tenían que ser uno más
y, sin embargo
siguen buscando donde refugiarse
de un dolor que no termina.

Miradas de esperanza
que nuestros ojos reflejan
mirando sin mirar nada.
                                     
Arantxa Murugarren (29/09/2017)


miércoles, 13 de septiembre de 2017

CADA HORA SONABA EL RELOJ.




El reloj del vecino sonó con fuerza una vez más. Eran las cuatro de la madrugada. En noches como aquella, Silvia lo escuchaba con nitidez. Marcaba las horas con fuerza, queriendo dejar clara su presencia, la misma que ella obviaba a menudo.

Solo se acordaba de ese reloj en noches insomnes como aquella. Y esas mismas noches, en su mente aparecía hecho añicos varias veces. 

Cada vez que sus ojos se cerraban sus oídos se abrían a ese ruido que la mantenía lejos de Morfeo.

Estaba haciendo mucho calor ese mes de agosto, tanto de día como de noche. Desde el amanecer, las persianas permanecían cerradas y al caer el sol abría las ventanas, pero no servía de nada. El calor seguía ahí, se metía dentro de la casa e impregnaba las paredes de agobio. 

No corría el aire, no había aire.

Comenzó a dar vueltas en la cama.

Cerraba los ojos, los abría, los volvía a cerrar de nuevo.
Imaginaba que estaba lejos de allí, en una playa al amanecer, caminando por la orilla, sintiendo la frescura de la arena bajo sus pies, dejándose acariciar por las olas que rompían instantes antes de llegar hasta ella.

Sin embargo, el sudor la devolvía a la realidad. No le gustaba esa sensación: mojada y pegajosa.

Se levantó y se dirigió a la ventana, la abrió y se asomó. Apenas se oía nada. Un ruido de aspersores a lo lejos. Pensó en salir a la calle y buscarlos. Tumbarse en la hierba y dejar que el agua la empapara, bailar bajo los chorros, cantar como Gene Kelly bajo la lluvia.

Sí, lo pensó, pero se quedó quieta junto a la ventana, contemplando como la luna la observaba desde lo alto.

De repente, oyó voces. Alguien se aproximaba. Eran dos chicos. Se agachó para que no la vieran, para poder escuchar lo que decían. Ellos se pararon en el portal. En ese instante su mente se marchó al pasado, a aquel verano que pasó en casa de su abuela, en un pueblecito del interior.  Volvió a ser niña y agazapada bajo la ventana de la buhardilla escuchaba las conversaciones de las abuelas a la puerta de casa, tomando el fresco y criticando a todo el que pasaba.

Al que no pasaba, también.

Recordó el aroma de aquella habitación, el canto de los grillos, el ulular de un búho que acompañaba sus sueños cada noche.
Recordó también la noche que encontró la ventana cerrada y no pudo abrir. 

Aquella noche terminó el verano.

El sonido del reloj la trajo de vuelta al presente. Sonó seis veces. Había pasado casi dos horas en el suelo del salón.

Quizá se había dormido, tal vez no. Las voces de los chicos seguían en su cabeza. Aquellas últimas palabras:

“Es la última vez que me habla así”.

Se preguntó a qué o a quién podía referirse aquel joven, mientras intentaba reconstruir la conversación.

Oyó cerrarse la puerta del portal, el ruido de la llave en una cerradura. 

Le siguió un portazo.

Entonces, se levantó del suelo y se acostó en la cama. El sonido acompasado de la respiración de su marido la arrulló.

Cerró los ojos y se olvidó de todo.

Ya pensaría en ello unas horas más tarde.

Con toda seguridad, no lo haría.


Tampoco vería el titular del periódico unos días después.

lunes, 11 de septiembre de 2017

OTRO DÍA QUE SE VA.




Otro día que se va,
otra noche que envuelve la vida.

Camino por el filo de unos sueños
que se antojan inalcanzables,
deambulo por la orilla de una realidad
donde me ahogo en excusas.
Me acompaña un desasosiego
que me abruma,
me alejo con pasos errantes,
con lamentos de culpa,
y acabo en el mismo sitio.
Quizá es momento
de adentrarse en la oscuridad,
de ver la claridad de unas intenciones
que se encuentran en mi mano.
Tal vez hay que dejar
de decir quizás
y comenzar a intentarlo.

Otro día que se va,
otra noche que asoma la luna.

Arantxa Murugarren (10/09/2017)

domingo, 20 de agosto de 2017

RESEÑA DE: LOS OJOS DE LA MUERTE. EBA MARTÍN MUÑOZ.


TÍTULO: LOS OJOS DE LA MUERTE.

AUTORA: EBA MARTÍN MUÑOZ.

GÉNERO: PSICOTHRILLER.

SINOPSIS:

Cuando la joven Natalia abandona el orfanato para reunirse con un padre totalmente desconocido, no se podía imaginar que la verdadera pesadilla estaba a punto de comenzar para ella. A través de los diarios de su madre muerta, descubrirá una realidad que llevaba oculta largo tiempo. Los fantasmas despiertan y una oscura amenaza se cierne sobre ella hasta que abandona el hogar.
Años después, la pesadilla volverá a comenzar. Sólo que, quizá, esta vez no haya escapatoria…

1.La Muerte ha regresado.
2.Tiene hambre.
3.Te está buscando.
4.No la mires a los ojos.
5.Si tu ventana aparece abierta, ¡huye!




Al terminar una lectura siempre se quedan sentimientos dentro, a veces son buenos, otras no tanto. En ocasiones hay desconcierto, sorpresa o decepción, incluso. Sin embargo en otras, son tantas las emociones y sensaciones, que resulta difícil encontrar las palabras adecuadas que definan y expliquen aquello que se ha quedado dentro de nuestra mente, dentro de nuestro corazón. Esta es una de esas veces. Es tanta la riqueza y el contenido que encierra esta obra que temo que algo se quede en el tintero.

Debo decir que empecé el libro con la emoción dentro de mí y los ojos brillantes después de leer la emotiva dedicatoria a su perrita Una, que falleció hace poco más de dos meses. Fue muy duro y hay tanto sentimiento en esas palabras que hace que nos sintamos cerca de ella y de Una. Del dolor de ambas. Hace que la echemos de menos, que lloremos su ausencia. Que iremos al cielo buscando sus dulces ojos.

Tal y como Eba misma ha apuntado,  es una novela muy especial para ella puesto que se trata de un homenaje a su perrita y está basada en un relato que escribió con catorce años y que incluye en el libro. Su manera de escribirla, por otro lado, hace de ella una obra profunda, intensa y única.

Desde el principio, el lector sabe que está ante una historia distinta

Escrita de manera original y diferente, cuenta la historia de tres generaciones a través de los Diarios de las tres protagonistas. Lo combina con un narrador en tercera persona. Con ello consigue que la novela adquiera ritmo e intriga, ya que estás deseando pasar la página para saber más, para descubrir que viene a continuación. No hay capítulos largos que ralentizan la lectura, ni expresiones o párrafos farragosos que dificulte la comprensión.

Conozco a Eba desde hace algo más de un año. He hablado con ella en varias ocasiones, he leído sus novelas, le he dicho cuánto me gusta su estilo, sencillo a la par que cuidado, y me he emocionado cada vez que he leído algo suyo.

Me ha encantado y sorprendido. Eba siempre es capaz de ir más allá y de escribir novelas completamente diferentes manteniendo siempre su esencia.

A través de ellas se aprecia su evolución como escritora. Ha ido creciendo con cada obra, superándose a sí misma. No importa lo alto que deje el listón cada vez que escribe un libro, siempre lo rebasa.

La descripción de las escenas es magnífica y muy gráfica. Lleva al lector al lugar donde sucede todo y hace que éste sea capaz de sentir lo que los personajes sienten, de vivir lo que ellos están viviendo y de ver aquello que ven, e incluso de lo que no ven.

No es una novela de terror al uso, como ella me ha dicho más de una vez. Contiene aspectos de una realidad dura, demasiado dura a veces. Da miedo y no solo por las escenas sobrenaturales e inexplicables plasmadas en la obra. Hay amor, ilusión, decepción y momentos escalofriantes en los que todo lo escrito llega muy adentro, un nudo se instala en la garganta, el vello se eriza y el miedo se instala en el cuerpo.

Al leerla, me he sentido muy identificada en muchas ocasiones y los recuerdos han acudido a mi mente como si el tiempo no hubiera pasado, viviendo de nuevo situaciones que viví en los años 70 y 80. Volví a recorrer los pasillos de mi antiguo colegio y entré de nuevo en mi clase de parvulitos.

Y mientras lo revivo, sonrío y recuerdo lo mucho que me ha gustado siempre la palabra “parvulitos”, me resulta entrañable aunque no sabría decir la razón.

Durante mi lectura he llorado, he sufrido.

He deseado cerrar el libro y dejar de pasar mal rato leyendo los párrafos más duros y cruentos. Esos tan detallados que sobrecogen. Me he obligado a leerlo despacio, acaparando todo el contenido, cuidando de no dejarme nada.

He querido salir de ahí y cerrar las ventanas de casa pero mi ansia de continuar leyendo ha hecho que no me levante, que no aparte la mirada y la mente de las páginas. Que no volviera de esa habitación en la que me encontraba junto a Azucena, Natalia, Alba...

He traspasado las páginas y he dejado mi dormitorio para entrar en ese mundo escrito, en esas emociones. He escuchado la aterradora voz infantil de Ángela y los arañazos en el cristal y me he estremecido.

He querido no mirar esos ojos pero he mantenido la cabeza erguida mirando al frente, desafiando al miedo, mi propio miedo.

Y cuando he regresado, he cerrado las ventanas de mi casa y he dormido con la incertidumbre de encontrarlas abiertas a la mañana siguiente.
Y al despertar, seguían cerradas.
Y yo me he sentido victoriosa.

Hay que destacar el vocabulario rico que utiliza la escritora, evitando las repeticiones, tanto de palabras como de situaciones. Transmite los sentimientos de tal manera que es muy difícil para el lector no involucrarse, no sentir el dolor de los personajes. No tener un punto de complicidad con ellos.

Se siente el vacío de algunos personajes, su soledad, sus ganas de vivir, de amar, de ser amados.

Natalia se mordió con fuerza los labios hasta que éstos lloraron sangre con ella. Sintió una tristeza profunda que le agrietó los bordes del corazón”.
Los ojos de la muerte: Eba Martín Muñoz.

Utiliza un lenguaje muy bello, poético, delicado. Escoge las palabras con mimo y escribe con delicadeza, con mucho mimo. Y destila ternura, una ternura que quien está leyendo acoge en su interior.

Cada día estoy más cerquita de la libertad... ¿La hueles, Mickey? Huele a tortita con nata y caramelo, y a besos de sol en los párpados. ¡A eso huele!
Los ojos de la muerte: Eba Martín Muñoz.

Describe pero no explica todo, eso se lo deja al lector. Deja que imagine. Juega con la mente del lector, hace que éste intuya, descubra y piense.

En algunos momentos me descubrí leyendo en voz alta varios párrafos, reproduciendo en mi mente alguno de los diálogos.

Mientras disfrutaba de la historia, me entraron ganas de comprarme un Diario y empezar a escribir en él. Con nostalgia recordé que nunca tuve uno el que inmortalizar mi adolescencia, mi juventud, esos instantes que cada vez se antojan más lejanos y ya no están tan claros en mi memoria.

Al terminar el libro, al pasar la última página:
Deseé más.
Deseé vivir con intensidad.
Y recordar.
Deseé no olvidar nunca todo lo leído.

Ayer di a luz a mi pequeña Natalia... La acuné todo el tiempo que me permitieron, le di el pecho y le canté canciones en el idioma de las madres: el amor verdadero”
Los ojos de la muerte: Eba Martín Muñoz.