El reloj
del vecino sonó con fuerza una vez más. Eran las cuatro de la madrugada. En
noches como aquella, Silvia lo escuchaba con nitidez. Marcaba las horas con
fuerza, queriendo dejar clara su presencia, la misma que ella obviaba a menudo.
Solo se acordaba de ese reloj en noches insomnes como aquella. Y esas mismas noches, en su mente aparecía hecho añicos varias veces.
Cada vez
que sus ojos se cerraban sus oídos se abrían a ese ruido que la mantenía lejos
de Morfeo.
Estaba
haciendo mucho calor ese mes de agosto, tanto de día como de noche. Desde el
amanecer, las persianas permanecían cerradas y al caer el sol abría las
ventanas, pero no servía de nada. El calor seguía ahí, se metía dentro de la
casa e impregnaba las paredes de agobio.
No corría
el aire, no había aire.
Comenzó a
dar vueltas en la cama.
Cerraba los
ojos, los abría, los volvía a cerrar de nuevo.
Imaginaba
que estaba lejos de allí, en una playa al amanecer, caminando por la orilla,
sintiendo la frescura de la arena bajo sus pies, dejándose acariciar por las
olas que rompían instantes antes de llegar hasta ella.
Sin
embargo, el sudor la devolvía a la realidad. No le gustaba esa sensación:
mojada y pegajosa.
Se levantó
y se dirigió a la ventana, la abrió y se asomó. Apenas se oía nada. Un ruido de
aspersores a lo lejos. Pensó en salir a la calle y buscarlos. Tumbarse en la
hierba y dejar que el agua la empapara, bailar bajo los chorros, cantar como
Gene Kelly bajo la lluvia.
Sí, lo pensó, pero
se quedó quieta junto a la ventana, contemplando como la luna la observaba
desde lo alto.
De repente,
oyó voces. Alguien se aproximaba. Eran dos chicos. Se agachó para que no la
vieran, para poder escuchar lo que decían. Ellos se pararon en el portal. En
ese instante su mente se marchó al pasado, a aquel verano que pasó en casa de
su abuela, en un pueblecito del interior. Volvió a ser niña y agazapada
bajo la ventana de la buhardilla escuchaba las conversaciones de las abuelas a
la puerta de casa, tomando el fresco y criticando a todo el que pasaba.
Al que no
pasaba, también.
Recordó el
aroma de aquella habitación, el canto de los grillos, el ulular de un búho que
acompañaba sus sueños cada noche.
Recordó
también la noche que encontró la ventana cerrada y no pudo abrir.
Aquella
noche terminó el verano.
El sonido
del reloj la trajo de vuelta al presente. Sonó seis veces. Había pasado casi
dos horas en el suelo del salón.
Quizá se
había dormido, tal vez no. Las voces de los chicos seguían en su cabeza.
Aquellas últimas palabras:
“Es la
última vez que me habla así”.
Se preguntó
a qué o a quién podía referirse aquel joven, mientras intentaba reconstruir la
conversación.
Oyó
cerrarse la puerta del portal, el ruido de la llave en una cerradura.
Le siguió
un portazo.
Entonces,
se levantó del suelo y se acostó en la cama. El sonido acompasado de la
respiración de su marido la arrulló.
Cerró los
ojos y se olvidó de todo.
Ya pensaría
en ello unas horas más tarde.
Con toda
seguridad, no lo haría.
Tampoco
vería el titular del periódico unos días después.
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