Apenas pasan cinco minutos de la medianoche.
Me gusta escribir cuando todos están durmiendo, cuando el silencio se convierte
en mi aliado y lo único que se oye es el ruido del ventilador del ordenador.
Hace tiempo recuerdo que me molestaba, ahora ya ni siquiera reparo en él.
Ya es domingo, la semana ha pasado deprisa,
como todas las semanas, como todos los meses, como toda la vida…
A veces pienso que no sigo su ritmo, que mi
andar es demasiado lento. Otras veces, sin embargo, me alegro de que sea así,
de poder degustar cada momento, de poder vivir con intensidad cada instante del
devenir de ese tiempo que a menudo se nos escurre entre los dedos.
Mis manos se deslizan por el teclado con
rapidez, la misma con la que mi cerebro le dicta las órdenes a seguir, las
letras que pulsar. Intento poner en orden mis ideas, contar una historia en pasado de
algo que siento muy presente. Algo que ha ocurrido hace unas horas y que sin
embargo pertenece al día de ayer.
Me desperté pronto, no había dormido demasiado
bien. Estaba inquieta. La emoción y los nervios de la carrera en la que iba a
participar habían constituido una sombra acuciante que perturbó mi sueño.
Hacía tiempo que me había apuntado junto con
Alberto a La carrera de las mujeres. Carrera organizada por el club: mujeres
que corren en Pamplona. Ésta era su segunda edición.
Un nuevo reto para mí.
Una nueva ilusión.
Algo más de cinco kilómetros por delante. No
eran muchos. Según Alberto, eso lo puede correr cualquiera.
Yo no soy cualquiera, pensaba.
A mí no me gusta correr, nunca me ha gustado.
Todavía recuerdo las clases de Educación física del instituto, en las que nos
hacían correr dos vueltas al colegio en cinco minutos para aprobar la
asignatura. Cada vez que nos decían que en la siguiente clase se celebraría la
prueba, me ponía enferma. Me pasaba toda esa semana angustiada. Y llegaba el
día, y corría, y aprobaba, pero no sin
antes quejarme, decir que no me encontraba bien y soltar toda una serie de
excusas que no servían de nada porque nada me eximía de correr.
Cada vez me aparto más de las excusas, son
compañeras de mis miedos e impiden que haga aquello que quiero. Es fácil
dejarse llevar por ellas. Es fácil no comprometerse ni esforzarse.
Es difícil no arrepentirse después.
Volvamos a la carrera de ayer.
Mi tercera carrera. Al terminarla me daré
cuenta de que era la primera. La primera que me costaría un verdadero esfuerzo.
Anteriormente, había corrido la carrera
solidaria contra el cáncer de mama. Dos veces. La primera fue dura, sobre todo
para Alberto, quién me entrenaba con ilusión y al que yo ponía trabas una y
otra vez y apenas avanzaba. Me costó cambiar mi manera de pensar y centrarme en
divertirme yendo a su lado.
Al final lo conseguí y disfruté de ambas
carreras terminándolas bien. No me supusieron mucho esfuerzo.
Pensé que esta vez sería igual.
Por eso me apunté.
¡Qué equivocada estaba!
Alberto me había advertido de que era más dura
y habíamos entrenado, aunque no demasiado.
La carrera comenzaba a las once de la mañana.
Había mucha gente. Unos estiramientos antes, un poco de calentamiento, una
última mirada al dorsal para comprobar que estaba bien colocado y que no se iba
a caer…
Es curioso lo diferente que se ve todo detrás
de la barrera, siendo animadora, reportera, esperando que lleguen los
corredores, cámara de fotos en mano para captar esa instantánea en la línea de
meta.
Ayer yo estaba en primera línea de fuego, con
los nervios propios de los corredores, evitando las cámaras de fotos, pero
deseando aparecer luego en las imágenes. Alberto y yo estábamos adelante en la
salida. No porque lo hubiéramos planeado así, sino porque parecía que nadie
quería ponerse adelante. Hemos salido de los primeros, rápido, captando la
mirada de todos los fotógrafos allí reunidos. Una vez que los hemos rebasado, hemos
aflojado el ritmo, entre otras cosas porque lo primero con lo que nos hemos
encontrado era una cuesta que parecía más empinada de lo que realmente era. Ya
la habíamos subido en los entrenamientos, pero en esta ocasión todo parecía
diferente.
No he podido evitar emocionarme un poco.
Estaba allí, entre el pelotón, haciendo algo que para mí era impensable hace
apenas un año.
El sol empezaba a pegar con fuerza.
Precisamente hoy tenía que hacer un día primaveral.
Miraba al cielo, buscaba a las nubes, esas que
odio muchas veces porque no me dejan ver el sol.
Paradojas de la vida.
Esta vez no aparecieron.
Supuse que nadie ahí arriba quería perderse mi
carrera. Imaginaba que estaban asomados a la ventana aplaudiendo y empujándome
con sus ánimos.
Y seguíamos corriendo, cuesta abajo, por la
carretera. Sin preocuparnos por los coches, los corredores éramos los dueños
del asfalto. Una sensación de libertad me recorría el cuerpo.
Alberto hablaba, me distraía. Me
decía como debíamos correr. Me preguntaba si iba bien y yo contestaba
afirmativamente porque realmente iba bien, un poco acalorada, pero bien.
Hasta que llegó la segunda cuesta. El calor me
agotaba. Subía despacio.
-No puedo más -he dicho
-¿Quieres que paremos? – ha preguntado él
-No, si paro ya no sigo – he contestado
Y aminoramos un poco la marcha. Pasitos
cortos, rápidos pero cortos. Fue lo primero que me dijo la primera vez que
subimos juntos una cuesta. Se me quedó grabado y desde entonces siempre he
seguido ese consejo.
Mis pies iban despacio, sentía que se paraban,
pero no lo hacían.
Vas muy bien, me alentaba Alberto.
Yo cabeceaba. No veía el final de la cuesta.
Ya casi estamos, me repetía una y otra vez.
Y mientras pensaba en retener todo ese cúmulo
de sensaciones para luego escribirlos, el tiempo pasaba y cada vez estaba más cerca
de la meta.
Yo resoplaba. Los que iban detrás de mí
también. En ese momento una chica nos ha adelantado y se ha parado al terminar
la cuesta. Ahí la hemos pasado nosotros.
Y seguíamos, había que cruzar la carretera.
Cada vez quedaba menos, aunque el final se me antojaba muy lejano todavía.
Escuchaba esos ánimos que a menudo doy yo y los agradecía como siempre me los agradecen
a mí.
Y de nuevo, otra cuesta.
-Es ya la última -me decía Alberto.- En cuanto
lleguemos a la rotonda se ve la meta y lo que queda es cuesta abajo.
Yo afirmaba con la cabeza, hablar suponía perder fuerza.
La rotonda no llegaba nunca, corría y corría y
seguía subiendo. No veía ni rotondas, ni cuestas que bajaban, ni metas.
Quería parar, quería llegar y sentarme, quería
ir más deprisa para llegar antes.
Y al final hemos alcanzado la rotonda y hemos
ido más deprisa.
Hemos puesto buena cara para la foto de la
llegada.
Nos hemos dado la mano.
Y hemos cruzado la meta.
Estaba feliz, exultante. Había imaginado muchas veces ese momento. Me había visto saltando al pasar la meta, sin embargo no lo he hecho.
Me he alegrado, hemos chocado las manos pero no he saltado. Saltar era lo último en lo que pensaba en ese momento. Sólo pensaba en respirar y recuperar el aliento.
Alberto no paraba de
repetirme lo bien que lo había hecho, lo orgulloso que estaba de mí.
Yo sentía lo mismo.
¡Mi primera carrera con chip!
Quedaría marcado
mi tiempo. No iba a ser el mejor del mundo, Iba a ser mi mejor tiempo,
mi primer tiempo.
Mi primera bolsa de corredor. Dentro, un trozo
de queso. He pensado en ese momento que ningún queso me va a saber nunca como
ese.
Puede parecer una tontería, sin embargo, no lo
es. Esa bolsa representa la recompensa al trabajo bien hecho, al esfuerzo
imprimido durante esos kilómetros.
No he llegado de los últimos. No era algo que
me obsesionara, pero lo cierto es que mientras corría pensaba en que no quería
ser la última, no tendría importancia, lo importante era llegar, pero yo no
quería serlo.
Muchos han llegado antes que yo. Sin embargo,
nadie me ha ganado, yo era la vencedora de mi reto.
Ya es tarde, debo terminar mi relato e irme a dormir con la emoción todavía dentro de mí y las agujetas en mis piernas.
Ya es tarde, debo terminar mi relato e irme a dormir con la emoción todavía dentro de mí y las agujetas en mis piernas.
Debo descansar porque en unas pocas horas
sonará el despertador.
Una nueva carrera por delante para Alberto,
mucho más dura que la de hoy, con unas vistas impresionantes y unos montes muy
empinados.
Esperará ese aliento al final de la carrera.
Aliento que yo le daré.
Y de nuevo, volveré a ser animadora.
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