En un momento de heroicidad y de ganas por superar retos y
miedos, Alberto decidió que, para celebrar su 50 cumpleaños, el año que viene,
quería correr la CAMILLE EXTREME. Una durísima carrera de montaña de 32 km que
tiene lugar en la zona del Roncal, en Navarra.
En otro de locura por la mía accedí a acompañarle en el
ascenso al monte Ezkaurre para ver
un poco el recorrido y animar a los corredores este año. Entre ellos, estaba
Rafa, gran amigo y compañero de running de Alberto, quien en otro momento de heroicidad
o quizás de locura, tal vez de ambas o puede que de ninguna, decidió hacer la
carrera en esta ocasión tras tocarle un dorsal en un sorteo.
Hoy hace exactamente siete días.
Nos levantamos muy temprano, no hacía frío cuando salimos de
casa, aunque era previsible que allí arriba, a más de mil metros, sería
diferente.
Nunca deja de sorprenderme la belleza del paisaje en el
monte, esos caminos ocultos entre árboles en los que apenas entra el sol. No
sentíamos frío, era imposible hacerlo debido al esfuerzo que estábamos haciendo
al subir. Me hubiera gustado grabar todo, cada instante, cada árbol, cada
piedra en el camino. No dejaba de mirar alrededor para captar todo, ni perdía
detalle de los sonidos del bosque. Quería que todo quedara en mi mente.
Mantenerlo ahí guardado.
Sin embargo, las cosas bellas y los instantes especiales hay
que compartirlos.
Fue un trayecto duro. Alberto iba delante de mí, guiándome.
Yo apenas escuchaba sus indicaciones. Estaba pendiente de no tropezar con las
raíces.
Y tras un buen rato de caminata llegamos a campo abierto y
allí delante estaba la montaña, iluminada por el sol.
Imponente.
Mostrándonos tamaña grandeza. Permitiéndonos ver el encanto de
la vida, el abismo que hay a nuestros pies y que debemos evitar mirar para no
adentrarnos en él.
Allí arriba, a medio camino de la cima nos paramos. Buscamos
una roca donde acomodarnos y esperar a los corredores, donde reponer fuerzas,
donde maravillarnos con el paisaje. Había más gente como nosotros, buscando ese lugar donde quedarse. Unos pasaban y nos saludaban. La altura parecía haberse llevado la educación de otros. Muchos, se quedaban más abajo.
Allí, aproximadamente a 1.800 metros de altura pudimos contemplar la montaña y el valle, la espesura de un bosque que no se podía ver, que se intuía, que ya habíamos
recorrido.
Y allí arriba nos sentimos poderosos. Con el deseo de gritar “soy
el rey del mundo”. Como hizo Leonardo Di Caprio en TITANIC pero en este momento sin Di Caprio y sin estar en un barco.
A pesar de que a menudo no lo hacemos, hay que detenerse a reflexionar
un instante y a mirar cuanto acontece y hay a nuestro alrededor. Levantar la
vista y observar. Empaparse de sabiduría y de cosas hermosas. La vida es
efímera y la belleza también lo es.
Entonces, mientras mirábamos lo que teníamos delante y nos
sentíamos más cerca del cielo, una intensa niebla cubrió todo. Ya no se veía
nada, se intuía a las personas que como nosotros estaban allí.
Pensé en la NADA
que asolaba Fantasía en el libro La
Historia Interminable. Una densa capa blanca que lo engullía todo. Entonces
ya no me sentí poderosa. Me sentí insignificante allí en medio del todo y entre
la nada. Me di cuenta de que en todo momento había sido así. Sin embargo, la
percepción había sido diferente.
La niebla se fue igual que había venido, sin avisar, de
repente. Como si nunca hubiera estado allí. Como si nunca más fuera a estarlo.
Empezamos a escuchar aplausos lejanos que el eco transportaba
nítidos y parecían cercanos a pesar de la distancia. Empezaban a llegar los
corredores. Con el semblante serio, concentrados en no resbalar. Los ánimos por
parte nuestra calaban en ellos. Agradecían el gesto, agradecían que hubiéramos
subido hasta allí para darles aliento, ese aliento que empezaba a faltar en
algunos de los casos.
Quedaba mucho esfuerzo, quedaba mucho recorrido hasta llegar
a la cima. Y una vez en lo alto, quedarían muchos Kilómetros hasta llegar a la
meta.
No obstante ahí estaban ellos y ahí estábamos nosotros. En
una especie de simbiosis con la naturaleza. En una especie de conexión sin
palabras.
-Pasito a pasito llega la cima- gritaba Alberto.
-Son muchos pasitos cortos y el recorrido es muy largo- contestó
un corredor cansado pero con agradecimiento.
-Ya has hecho más de la mitad, campeón- gritó Alberto.
Algunos corredores asentían ante los ánimos, otros incluso
respondían y sonreían. La mayoría iba concentrada en no caerse. Todos pendientes de un terreno que era inestable y peligroso. De los compañeros que
llevaban delante y de los que había detrás. Tenían cuidado de no tropezar. Sin
embargo, no era solo miedo a caer. Era miedo a hacer daño a quienes subían
tras ellos.
Toda una lección de compañerismo. No debería haberme sorprendido y
sin embargo lo hizo.
Por desgracia hemos llegado a un punto en el que solo importa
cada uno. Un punto en el que llega a parecer que lo que les suceda a otros no
sea de nuestra incumbencia. Pedían perdón por soltar alguna piedra al resbalar.
No se quejaban, se ayudaban. Todos con el mismo objetivo, con la misma meta,
con la misma ilusión.
Y de nuevo, volvió la niebla. Sigilosa, sin avisar, en
silencio. Parecía subir del suelo, bajar del cielo, de todas partes y de
ninguna. Se instaló en la cima y vimos
como todos iban desapareciendo a medida que se aproximaban a ella. Sin saber si
saldrían de ahí, si habría algo más detrás. Impactante imagen para una
película.
Bella y más impactante todavía vivirla.
Y entre esa niebla, llegó Rafa. Él nos vio
primero. Escuchó la voz de Alberto animando. Su sonrisa ocultaba su
sufrimiento. La alegría del momento paró por un instante el reloj y no
importaron unos segundos más, esos que pasaron mientras Alberto se acercaba a
él y le abrazaba. Esos en los que Rafa le devolvía el abrazo. Los mismos en los
que yo me emocionaba mientras intentaba hacer una foto.Unas horas más tarde, en la meta, nos
diría lo feliz que se sintió al vernos.
Unas horas más tarde, en la meta, nos diría lo feliz que se
había sentido al vernos.
No fui consciente del frío y de la humedad hasta que noté cómo
temblaban mis piernas y mis manos. Estaban heladas.
Empezaron a caer gotas. Era el momento de bajar. Si
esperábamos más el descenso se convertiría en una tarea peligrosa.
Nos cruzamos con los últimos participantes que empezaban el
ascenso.
Había mucho barro entre la senda de árboles. Bajábamos, patinábamos
y nos apoyábamos en cada árbol. Detrás de mí escuché que alguien venía. Me hice
a un lado para dejarle paso. Venía tan rápido que no pudo evitar perder el control
y acabar deslizándose sentado unos metros. Me alegré de haberme apartado a
tiempo. Él se levantó, bromeó con nosotros unos segundos y siguió su camino.
Más adelante le vimos sentado en una piedra esperando al resto de sus
acompañantes.
Cuando llegamos a la meta, en Isaba, llovía sin parar. Una
pena que las inclemencias del tiempo deslucieran un lugar y una prueba de tanta
belleza. Sin embargo, nada empañó el ánimo de los valientes ni el de los
animadores y voluntarios.
Nada empañó tampoco mi esfuerzo y el orgullo por superar una
prueba más, por enfrentarme a esa montaña que me había hecho detenerme a pensar
durante un rato y admirar aquello que normalmente no admiro.
Y tras más de cinco horas de prueba, vimos aparecer a Rafa, chocó
la mano con Alberto y sonrió a Josi que había estado esperando en el pueblo
todo el rato. Una vez que traspasó la meta, nos abrazó a todos.
Y volvimos a casa, mojados pero felices.
Alberto pensando en el año que viene.
Yo intentando no hacerlo.
Pero como escribiría Michael Ende en La historia interminable:
“ESA ES OTRA HISTORIA Y DEBE SER CONTADA
EN OTRA OCASIÓN”
Un viaje lleno de todo y nada , ante la grandeza de nuestra madre naturaleza ...
ResponderEliminarPodemos abrir los ojos y sentirnos lo más, como pasar a ser casi insignificantes ...
Me ha gustado mucho Arantxa ....