Veinticinco de Diciembre.
¡Otra vez es Navidad!
Cómo es posible si apenas hace
cuatro días estábamos despidiendo el 2015 y celebrando la llegada del 2016. No,
no hace cuatro días. Han transcurrido doce meses y lo han hecho tan deprisa,
que da vértigo pararse a pensarlo.
Pasa el tiempo, pasan los
acontecimientos, pasan los recuerdos.
Me paro a pensar en lo acontecido
a lo largo del año, tendemos a hacerlo cuando este va llegando a su fin.
Buscamos todos los momentos acaecidos para ordenarlos y rememorarlos aunque
nuestra memoria es selectiva y tiende a evitar mencionar lo malo. De ese modo parece
que no ha ocurrido.
No siempre es posible.
Me centro en las últimas 24
horas, quizá en alguna más.
La semana pasada tenía miedo de que
llegara Nochebuena, de afrontar una cena con una nueva silla vacía. Las
ausencias se notan más en estas fechas. Es inevitable acordarse de aquellos que
marcharon antes de tiempo y a quiénes nos hemos resistido a decir adiós.
Anoche éramos uno menos
físicamente aunque su esencia estaba allí, en la mente de cada uno, en la risa
de todos…
Comimos, hablamos, reímos. Se
contaron historias vividas hace muchos años. Algunas de ellas anécdotas que
salen todas las comidas y que ya forman parte de la tradición familiar. Y pasaron las horas en un ambiente distendido y entrañable.
Es curioso cómo cambia la manera
de vivir las navidades conforme pasan los años. Cuando somos niños vemos todo con
otros ojos, con ilusión, con ganas... Todo es nuevo y mágico. En mi mente hay
escenas que hace tiempo que no vivo. Entonces nevaba, ahora no.
Todo es alegría, sin ser
consciente de aquello amargo que nos rodea.
Por un instante vuelvo la mirada
a las navidades de mi infancia. Hoy, mi hermana y yo nos hemos
acordado de varios instantes del pasado.
-¿Te
acuerdas de aquella vez que quisimos para cenar un bocadillo de panceta? -he
preguntado yo.
-Sí, -ha
respondido mi hermana.
-¿Nos lo
llegamos a comer?
-Claro
que os lo comisteis -ha respondido mi madre. -No os apetecía lo que había.
Y mi
madre nos hizo un bocadillo. Entonces en Nochebuena se preparaba y se compraba
para la cena algo que quizá no podíamos permitirnos el resto del año. Para
nosotras lo importante era estar levantadas hasta tarde. La comida tenía menos
importancia. Además quién dijo que cenar un bocadillo no era especial.
Pero pasa los años y olvidamos
esa forma espontánea y sin preocupaciones de nuestra época infantil.
Hace dos días estuve comiendo con
una amiga. Hacía más de un año que no la veía. Durante esos doce meses habíamos
hablado dos veces, una por su cumpleaños y otra por el mío. Pasaron veinte años
antes de que nos volviéramos a encontrar. Nos conocemos desde pequeñita, desde
que comenzamos el colegio a los cuatro años. Inseparables amigas durante toda
la etapa escolar. En un momento determinado nuestros caminos se separaron y
dejamos de tener contacto. Un día la localicé en internet y me puse en contacto
con ella a través de Facebook. Fue fácil retomar aquella amistad y fue fácil volver a hablar después
tanto tiempo. No hablamos de por qué nos distanciamos, no lo preguntamos, no
hacía falta.
Estuvimos rememorando nuestros
años de colegio, aquellos que forman parte de nuestra historia. Nos acordamos
de algunas compañeras y de algunas profesoras. Nos reímos, nos reímos mucho. Lo
necesitábamos.
Siempre me han gustado las
navidades y las he vivido con ilusión pero últimamente ese “espíritu navideño”
del que tanto hablan se ha tomado unas vacaciones.
No obstante, ayer me levanté
contenta, tarareé villancicos y busqué unas palabras especiales con las que
felicitar la Nochebuena a mis amigos a través de Messenger y de WhatsApp.
Aproveché para escribir y enviar alguna carta y tarjeta navideña. Es algo
inusual en estos tiempos en los que la tecnología nos pone todo tan fácil.
Ahora, sentada en mi escritorio,
me doy cuenta de que las cosas no han cambiado todo.
Dentro de un rato, me sentaré junto
a Alberto en el sofá y veremos alguna película antigua, igual que cada
veinticinco de diciembre. Rescataremos de nuestra videoteca ¡Qué bello es vivir!,
un clásico de todas las navidades. Después de verla me preguntaré lo mismo de
siempre:
-Si yo no hubiera existido…
¿sería distinta la vida de alguien?.
No me responderé, no haré la
pregunta en voz alta, me quedaré pensativa y no diré nada. Me acercaré a
Alberto y le abrazaré. Entonces, decidiremos juntos la próxima película.
Como cada vez que escribo, no soy
consciente de la hora.
Hay que cenar, me llaman.
Es momento de terminar aunque no
lo quiero hacer sin desearos antes:
¡FELIZ NAVIDAD!
¡FELIZ NAVIDAD, ARANCHA! A ti y a los tuyos. Nuevamente te felicito por tu artículo. Compartir tu vida con los demás es un acto de generosidad del que los demás nos beneficiamos. Es una buena actitud ante la Vida que siempre quiere darse a los demás, ser conocida.
ResponderEliminarPara mi estas fechas significan la admiración “¡Qué bello es vivir!” Y al igual que en la película me pregunto qué hubiera pasado si yo no hubiera existido. Una cosa tengo clara: ¡todo un Dios estaría triste! Eso aprendo de las Navidades, que el Niño Dios nos ama a todos y cada uno, uno por uno, con el amor especial de nuestros nombres. Yo lo amo a Él también y deseo esta felicidad a todos los seres a quienes quiero, así que Arancha, ¡FELIZ NAVIDAD!